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Columna
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Que a España le vaya bien

Antes de la UE, el progreso de algunos países se basaba en los problemas de otros, que cuando se agudizaban dejaban de ser competidores. Algún diplomático del palacio de Santa Cruz, cuando empezaba mi trayectoria periodística, me hablaba de ese plan para la balcanización de España que siempre tenía en reserva el Quai d'Orsay. Todavía años después, por seguir con el ejemplo franco-español, el terrorismo etarra era visto en París como una cuestión a la que se sentían por completo ajenos, sin que nada tuvieran que reprocharse por prestar su suelo como santuario a quienes asesinaban al otro lado de la frontera.

Pero al fin prendió otra manera de concebir el propio progreso, según la cual se vería favorecido con el de los vecinos. Según esa nueva concepción, ninguna ventaja cabría obtener de las dificultades y ruina de los adyacentes. Entonces quienes encabezaban la clasificación entendieron que la mejora de los que iban aún por detrás redundaba en beneficios también para ellos.

No debemos dar cuartel a los triunfalistas de la catástrofe

Ese fue, por ejemplo, el cambio de mentalidad francesa que permitió la firma del tratado de adhesión de España y Portugal a la UE. Dejó de prevalecer la imagen de España como competidora indeseada de la agricultura francesa y se impuso la idea de que otros productos franceses iban a encontrar mayores facilidades para ser ofrecidos a 35 millones de consumidores disponibles al otro lado de los Pirineos. Y lo que se dice de Francia puede decirse de Alemania y de los demás.

Los fondos estructurales y de cohesión, de los que España se beneficiaba, incrementaban la renta per cápita de los españoles y multiplicaban la capacidad de absorción del mercado español. Que los nuevos europeos fueran más prósperos se convertía en una condición aceleradora de la prosperidad de franceses, alemanes, holandeses o británicos. Así hemos andado casi los 25 años que ahora se cumplen de nuestra incorporación, cuya conmemoración está prevista en Lisboa el próximo 12 de junio, con los tapices de Pastrana -verdaderos reportajes a todo color de las hazañas bélicas de Alfonso V- como telón de fondo en el Museo de Arte Antiga.

Así, España ha multiplicado sus infraestructuras, sus autovías y sus trazados de alta velocidad ferroviaria; ha modernizado sus ciudades; y ha internacionalizado sus empresas, que compiten en la banca, en la prestación de servicios, en la telefonía, en el sector eléctrico y en la construcción, y lo hacen en áreas como América, Europa, África y, enseguida, Asia. Además, al mismo tiempo, la transición española a la democracia se ganó la admiración de muchos y se convirtió en un modelo que tantos quisieron imitar. Los avances en la economía y en la política se ayudaban mutuamente y el sistema social evolucionaba hacia un reparto más equilibrado, convencidos todos de que la exasperación de las diferencias termina por hacer los países más inseguros y menos habitables, también para los más favorecidos.

Como en todo proceso, incluso en los más virtuosos, hubo abusos solo en parte corregidos. Tuvimos burbuja inmobiliaria, exceso de construcción de viviendas, comisiones ilegales en urbanismo e irracionalidades autonómicas; surgieron ventajistas insaciables al calor de un crecimiento que a casi todos calentaba. Y llegó la crisis de las subprime y de otros derivados, procedente de EE UU, las quiebras bancarias, los apoyos de los Estados, el ajuste. Entonces, con las primeras estrecheces se invirtió la perspectiva. Prevaleció el ¡sálvese quien pueda! Cada país empezó a considerar que sus posibilidades de salvación se incrementaban con el más egoísta de los comportamientos. Cundió la idea de que la prosperidad de cada uno se aseguraba mejor con el deterioro de los circunvecinos, a quienes se prescribían deberes inasumibles que hacían estallar el conflicto social. Los mismos bancos que los fondos públicos habían salvado de la quiebra se convertían en árbitros inapelables.

Las lecciones que de la crisis se derivaban en términos de regulación, de corrección de excesos, de combate a los paraísos fiscales y de exigencia de responsabilidades a las agencias de calificación dormían en el G-20, en la UE y en cada uno de los países, salvo en EE UU, donde Obama se ha puesto a la tarea con Wall Street. Así que ahora la tarea de todos los españoles debería ser la de interesar a todos nuestros vecinos y socios en que a España le vaya bien. El Gobierno debe ponerse a cumplir las tareas pendientes, y los demás, cada uno a su puesto, sin dar cuartel a los triunfalistas de la catástrofe. Continuará.

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