Desmemorias editoriales
A menudo me invade la sospecha de que los primeros que no se toman en serio la faceta cultural de su negocio son los propios editores. Quizás porque la presión del día a día les impide contemplar su actividad desde fuera, como si ejercieran durante un rato de críticos o historiadores culturales. El otro día, en la sesión de clausura de la 13ª edición de Litterae, el meritorio seminario en torno a la cultura escrita que vienen organizando cada año Emilio Torné y Enrique Villalba, el profesor Jean-François Botrel -un hispanista especializado en la historia del libro español- me ponía los dientes largos mientras se refería a las actividades del Institut Mémoires de L'Édition Contemporaine. Creado en 1988 por iniciativa de investigadores y profesionales de la edición (repito: profesionales de la edición), el IMEC tiene como misión fundamental reunir, conservar y poner en valor los fondos y los archivos que guardan la memoria de la cultura escrita francesa del siglo XX, especialmente en su vertiente editorial. Alojado en la Abadía de Ardenne (fundada en el siglo XII y perfectamente habilitada para su actual función), no lejos de Caen, el instituto recibe apoyo económico del Consejo regional de la Basse Normandie y de (tachín, tachín: tomen nota) la Direction du Livre et de la Lecture del Ministère de la Culture. Y que nadie se mosquee: no se trata de la típica institución cuya dirección se destina al pago de favores políticos; hasta la fecha sus responsables han sido grandes editores franceses o personalidades que, como Jack Lang, han demostrado suficientemente su interés por lo escrito. Allí se guardan (mediante acuerdo con sus respectivos propietarios, que conservan sus derechos sobre lo depositado), entre otros muchos documentos referidos a la cadena del libro y sus protagonistas (desde editores, autores y traductores a ilustradores, diseñadores, o críticos), la correspondencia de muchas editoriales. Y ese es el aspecto que me da más envidia. Cualquiera que haya intentado trabajar en la historia de la edición española contemporánea conoce la enorme dificultad de acceder a esa fuente incomparable que es la correspondencia mantenida por sus protagonistas. Además del proverbial secretismo del sector y de la reticencia puntillosa de muchos herederos y derechohabientes, existen obstáculos aún más infranqueables. Entre otras razones porque, en no pocos casos, las cartas de autores y colaboradores han sido destruidas como papelote viejo o introducidas de modo perfunctorio en cajas de cartón y enviadas a un oscuro rincón de almacenes saturados de humedad y polvo, junto a palets atiborrados de ejemplares invendidos, cajas rebosantes de catálogos antiguos, y paquetes de tarjetones cuyos titulares hace tiempo que fueron "reestructurados" y no trabajan en la empresa. Allí, perdidas en un limbo inaccesible, al cabo de pocas semanas nadie recuerda su existencia. En ciertos sellos de grandes grupos en los que la movilidad laboral ha sido particularmente notable (los años noventa fueron terribles), los archivos de un editor desaparecen cuando llega el que le sustituye, que necesita espacio para el suyo y comienza marcando su territorio mediante una limpieza general indiscriminada. De vez en cuando, algunas cartas dirigidas a los editores aparecen en subastas, librerías anticuarias o en la trastienda de traperos que han comprado al peso papelote y "libro viejo". Y, sin embargo, esa correspondencia (hoy aún más precaria y volátil a causa de la instantaneidad de la comunicación electrónica) constituye un tesoro que, aun perteneciendo a sus propietarios, forma parte de un legado cultural que a todos concierne. ¿Sería tan difícil que nuestros editores -agrupados en su Federación de Gremios- se pusieran de acuerdo para ceder y depositar esos fondos en una institución que les ofreciera las suficientes garantías? Si lo hicieran, estoy seguro de que conseguirían suficientes apoyos: me refiero a esos que les encanta conseguir de la Administración. La historia de la edición contemporánea española (Dios mío: qué adjetivo tan problemático en un sector tan territorializado), tan rica en personajes excepcionales y conscientes de su labor cultural (además de buenos empresarios), se merece un respeto. Y un homenaje.
Romanticismos
Mi amiga Concha Vázquez, una de esas admirables profesionales que ejercen de profesoras de literatura en un instituto repleto de adolescentes cuyas lenguas maternas se rigen por gramáticas muy diferentes (aunque todas perfectas), me contaba el otro día que, preguntados acerca del Romanticismo, una de sus alumnas había contestado que "romanticismo es cuando te dejan pasar primero por una puerta". Bueno, es una forma de verlo. Dejando a un lado los peliagudos problemas que tienen que afrontar nuestros esforzados (y mal pagados) profesores en un sistema educativo que está muy lejos de satisfacer las demandas de clientes cada vez más heterogéneos, lo cierto es que lo romántico -aunque sea a través del excesivo énfasis en lo gótico: vampiros, zombis, ángeles ambiguos- constituye uno de los ingredientes fundamentales de la literatura más popular entre los adolescentes. Como quiera que ese género de obras, destinado a los "jóvenes adultos", también es leído con entusiasmo por un gran porcentaje de lectores cuya edad sólo se corresponde con el segundo término del binomio, lo cierto es que el romanticismo sigue resultando editorialmente rentable. Entre la avalancha de novedades "románticas" que he recibido estos días, me permito recomendar a mis siempre improbables lectores dos clásicos para adultos. Las Cartas y poesías mediterráneas, de Lord Byron (KRK), constituye una interesantísima recopilación, hasta ahora inédita, de cartas (92), poemas (28) y otros textos compuestos por el poeta durante su grand tour de 1808-1809, con paradas (y fondas) en la península Ibérica (lo que no deja de tener mérito, con la que entonces estaba cayendo por aquí), Cerdeña, Sicilia, Malta, Grecia, Albania y Turquía; la edición (incluyendo un extenso ensayo preliminar) y la traducción han corrido a cargo de Agustín Coletes. El otro libro cuya publicación celebro y cuya lectura recomiendo es una de esas novelas imprescindibles del canon del XIX que me encantaría no haber leído para poder volver a experimentar lo mismo que la primera vez que lo hice: Cumbres borrascosas (1847), de Emily Brontë, la asombrosa historia de amor (en el escenario sombrío y gótico de los páramos de Yorkshire) del atormentado Heathcliff (diseñado según el patrón del héroe byroniano) y la salvaje y rebelde (pero sensible) Catherine Earnshaw, dos de los personajes mejor trazados de toda la narrativa romántica en lengua inglesa. El libro ha sido reeditado (en la traducción de Cristina Sánchez-Andrade) en la nueva colección Tiempo de Clásicos, de Siruela: no es la única editorial que, últimamente, recicla y relanza en odres nuevos los mejores caldos de su bodega (sobre todo si son de derecho público).
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