El inicio del ajuste
Tras muchas dudas y aplazamientos, el Gobierno parece ahora decidido a actuar para que la crisis que nos azota no traspase el límite de lo manejable. Hace bien, evidentemente, pero antes de valorar las medidas conviene mirar hacia atrás para ver de dónde venimos y qué lecciones podemos extraer de nuestro pasado reciente.
No se repetirá nunca suficientemente que esta crisis no es únicamente una crisis financiera. Quienes abogan por esta tesis piensan tal vez que, suprimidos los excesos financieros y establecido un mayor control de los bancos, las cosas volverán a su cauce. Desgraciadamente, la realidad no es tan simple porque las raíces de esta crisis no son sólo financieras, sino que se encuentran además en los desequilibrios que se han producido en el sistema económico mundial sin que nadie se planteara a tiempo la necesidad de corregirlos.
España participó con alegría de la fiesta sin que los Gobiernos hicieran nada para limitar los excesos
En algo más de dos años pasamos de un excedente del sector público del 2% del PIB a un déficit del 11,4%
El desequilibrio básico, mil veces señalado, fue y sigue siendo el de la economía norteamericana, especialmente en sus relaciones con el exterior. Los norteamericanos han vivido por encima de sus posibilidades durante largos años, lo que les ha llevado a importantes desequilibrios internos y externos y, en definitiva, a un fuerte endeudamiento exterior. En el otro platillo de la balanza se encuentra China (y, en general, los países asiáticos), que ha acumulado fuertes excedentes en sus cuentas exteriores gracias, entre otras cosas, al mantenimiento a ultranza de una política cambiaria dañina para sus propios ciudadanos y peligrosa para el resto del mundo.
Habría sido posible intentar reducir estos desequilibrios mediante una cierta austeridad en Estados Unidos y una valoración razonable de las monedas de los países asiáticos, pero unos prefirieron las alegrías del gasto, y otros, el ilusorio espejismo de un poder encarnado en la acumulación de divisas extranjeras. Cuando la capacidad de endeudamiento de las familias norteamericanas llegó a su fin, ayudada por la codicia de los unos y la falta de regulación (y de supervisión) de los otros, la crisis comenzó su andadura.
España participó alegremente de la fiesta sin que los respectivos Gobiernos hicieran nada, o muy poco, para limitar los excesos que se produjeron. Era evidente para todos que construir tantas viviendas como Alemania, Francia e Italia juntas no era ni viable ni sostenible. También era evidente que unos déficits exteriores que llegaron a superar el 10% del PIB no podrían perlongarse durante mucho tiempo. Como en Estados Unidos, la capacidad de endeudamiento de las familias terminó por alcanzar su techo, a lo que vino a sumarse el fuerte endeudamiento de las empresas. Durante un tiempo, el Estado mantuvo un cierto orden en sus cuentas, pero cuando la crisis comenzó a mostrar su verdadero rostro a través del vertiginoso aumento del paro, el Gobierno perdió la cabeza y permitió que en muy poco tiempo (algo más de dos años) pasáramos de un excedente del sector público del 2% del PIB a un déficit del 11,4%. Al llegar a este punto, los mercados, la Comisión Europea y Alemania nos han recordado que firmamos un pacto de estabilidad que requiere la pronta vuelta a un déficit del 3% del PIB, tarea sin duda difícil, que emprendemos acosados por unos mercados próximos a la histeria por lo ocurrido con la deuda griega.
Hay argumentos para todo, y puede afirmarse que con un desempleo del 20% de la población activa sería deseable disponer de más tiempo para arreglar las cosas. Pero esta posibilidad nos la niegan tanto nuestros socios de la eurozona como los mercados, de tal forma que no nos queda otro remedio que iniciar la áspera vía del ajuste. En general son los acreedores los que fijan las condiciones a los deudores y no al revés.
Las cosas nos irían mejor si, previamente, hubiéramos considerado con un poco más de atención las señales que nos enviaban nuestras cuentas con el exterior en el sentido de que teníamos, y tenemos, un grave problema de competitividad. Al principio de nuestra incorporación a la moneda única predominó la tesis según la cual podíamos endeudarnos cuanto quisiéramos, ya que la pertenencia a la zona del euro nos garantizaba la financiación de nuestros desequilibrios en las mismas o parecidas condiciones que Alemania. Y así sucedió hasta que nuestro endeudamiento superó lo razonable. Poco a poco la posición de reserva internacional de nuestra economía, cifra que refleja la diferencia de valor de nuestros activos y pasivos exteriores, públicos y privados, creció hasta llegar al 93,6% de nuestro PIB a finales del pasado año.
Para desendeudarnos no queda otro remedio que una cura de austeridad, pero las cosas serían más fáciles si pudiéramos compensar la inevitable restricción de la demanda interna con un fuerte desarrollo de nuestras exportaciones de bienes y servicios. De esta manera, al menos, salvaríamos el empleo. En los primeros meses de este año, las exportaciones están creciendo por encima de nuestros mercados; de hecho, ha ocurrido así durante los últimos años, pero no al ritmo que sería deseable en los sectores de bienes y servicios de mayor valor añadido. Queda, pues, mucho camino por recorrer.
La crisis actual, la más profunda desde la de 1929, está golpeando de manera desigual a los países. Si trazamos un paralelo que pase por París, los países que se sitúan al norte de esta línea tienen, por lo general, excedentes en sus cuentas con el exterior, mientras que los que se encuentran al sur tienen déficit, más importantes cuanto más al sur. Resulta obvio decir que los países septentrionales se ven mucho menos afectados por la crisis que los meridionales.
El camino parece relativamente claro: si hay algo que caracterice a los países nórdicos es su alto nivel educativo, además de unos mercados laborales flexibles con un buen grado de protección social. Para avanzar por este camino se necesita, más allá de los planes de austeridad propuestos por el Gobierno, comenzar a preocuparse seriamente por el porvenir de nuestra economía, por su capacidad de crecimiento una vez que superemos los aspectos más inmediatos de esta crisis.
Sería más llevadero para todos el que este camino de "sangre, sudor y lágrimas" que el Gobierno propone tuviera algo de luz al final del recorrido. Esa luz no puede ser otra que la capacidad de crecimiento de una economía renovada y flexible. No basta para ello con una ley de economía sostenible; lo que hay que hacer va mucho más allá. Lo sabe, sin duda, el Gobierno; lo saben la oposición y los agentes sociales. Lo que no sabemos aún es si serán capaces, unos y otros, de extraer las consecuencias.
José Luis Leal fue ministro de Economía y presidente de la Asociación Española de Banca Privada.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.