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'Je est un autre'

Las vidas que otros nos inventan suelen ser más atractivas que las nuestras. Muerto o vivo, el escritor puede convertirse hoy día en personaje de una novela ajena de acuerdo al nuevo género narrativo de "la literatura sobre la literatura" estrenado entre nosotros por Nuria Amat con su aguijadora invención de Todos somos Kafka. Según me dicen -no lo he verificado aún- aparezco con nombre y apellidos en obras de autores que tengo en gran estima, como el infatigable viajero colombiano Santiago Gamboa y de otros escritores que sólo conozco de oídas. Así, el pasado año descubrí con delicia que el manuscrito de mi novela Don Julián me fue robado en Tánger por los Servicios de Inteligencia franceses en venganza por la ayuda que presté a los independentistas argelinos durante la guerra de liberación de su país. Los autores de tan creativa ficción tuvieron la gentileza de enviarme un ejemplar de la misma y, desde entonces, su fábula me parece más veraz que la expuesta en mi autobiografía.

Les habían vendido el cuento de que en mis medineos vestía siempre una chilaba con capucha calada

Por desgracia, la inventiva no es siempre tan feliz. Hace casi una cincuentena de años, en el relato de un viaje que hizo por Andalucía con su amante Simone de Beauvoir, conmigo y con el futuro director de cine Vicente Aranda, el escritor norteamericano Nelson Algren imagina en su obra Who lost an American, mi presencia y la de Aranda (a quien llama "Andarra") en el coso taurino de Sevilla. El espectáculo del Miura embistiendo al caballo del rejoneador le desagrada y, para aliñar el episodio con un toque aún más castizo, ¡yo recito nada menos que el poema de Lorca A las cinco de la tarde! Dicha escena estrafalaria y mi estancia en la capital andaluza con los consabidos "caraquillos" (sic) en la calle Sierpes son fruto de su caletre.

A decir verdad, los poetas y artistas originan al hilo del tiempo una estela de leyendas y fantasías sin que se les conceda de ordinario la posibilidad de decir esta boca es mía. La nebulosa que les sigue puede ser adensada con la complicidad de quienes aspiran a ser personajes de sí mismos o impugnada por los que quieren ser simplemente personas sin aura magnética alguna. Dicho proceso es aleatorio y suele componerse de dos fases: la de la fabricación voluntaria o no de la leyenda y, una vez forjada ésta, la del gremio voraz de quienes la desmitifican: fulano, tenido por hombre reservado y sin historias, fue en realidad, nos descubren, un hombre ruin, calculador y extremadamente cruel con su esposa e hijos... Ningún artista, por modesto que sea, escapa del todo a las fantasías creadas por testimonios dudosos, ficciones y hablillas.

Sin necesidad de entrar a saco en la vida íntima del autor -como sucedió recientemente con Jaime Gil de Biedma-, la biografía fácilmente comprobable de aquél puede ser también objeto de una mitificación involuntaria por los que se contentan de leer apresuradamente las contracubiertas de sus libros o lo conocen de oídas. Citaré algunos ejemplos de ello en la medida en que me conciernen.

Con motivo de la reciente Feria del Libro de Casablanca a la que no asistí -procuro eludir este tipo de actos en los que la promoción comercial prima sobre las consideraciones literarias y artísticas-, los organizadores dedicaron un número de su revista a los escritores extranjeros que buscaron en Marruecos "una fuente de inspiración": Jean Genet, Paul Bowles, J.M. Le Clézio, Alberto Ruy Sánchez y quien firma estas líneas. La lectura del artículo sobre mi modesta persona, redactado con manifiesta simpatía por alguien con quien me crucé tal vez algún día en la Plaza de Marraquech, me maravilló. La cadena de errores bienintencionados que contiene me fabrica un personaje mucho más audaz, radical y romántico de lo que en realidad soy.

Descubrí al leerlo que, "ardientemente republicana", mi familia fue "despiadadamente perseguida por los secuaces de Franco" (en realidad, salvo en mi caso y el de mis hermanos, era partidaria del franquismo). Que mi padre, "un individuo brutal, santurrón y frustrado me forzó a estudiar Leyes" (mi progenitor, viudo y enfermo, fue un ser débil que no me impuso nada a lo largo de su vida y yo no pasé por aburrimiento del segundo curso de Derecho). Que emigrado ya en París, mi compañera y futura esposa Monique Lange y yo ocultamos en casa las armas del Frente de Liberación Nacional argelino durante su levantamiento contra el colonialismo (escondimos, eso sí, un maletón con el dinero de la Federación del FLN en Francia, pero ni siquiera un mísero tirachinas). Que, enamorado de la cultura andalusí, "estudié el árabe y el Corán" (aprendí tan sólo por mi cuenta el dialecto magrebí y memoricé de oídas las suras de la Fátiha, recitadas a diario por los niños de una escuela contigua al café en el que componía los primeros borradores de Don Julián). Que voy al café de France de la Plaza a las diez de la mañana, por la tarde a la terraza del de la CTM y de noche al desaparecido Satas (¡algo que reduciría mi horario de trabajo a los intervalos existentes entre las visitas a los mencionados cafés!)

En una ciudad que vive del turismo y de las múltiples actividades que sustenta, la presencia inevitable de los faux-guides (el equivalente de nuestros buscavidas de ayer y de hoy) favorece el recurso a estratagemas ingeniosas con miras a ganarse la confianza del visitante. A la pregunta ritual a nuestros compatriotas de si son del Barça o del Real Madrid -para proclamarse al punto forofos de uno u otro equipo según la respuesta del interlocutor-, algunos dejan caer mi nombre, fácil de retener, e incluso mi apellido, penosamente articulado, con la esperanza de que el turista lo conozca de oídas y, en tal caso, afirmar con contundencia que es "mi amigo íntimo" y conducirle de paso al bazar con cuyo dueño anda concertado.

Hace meses, una familia madrileña cuyo guía se mantenía prudentemente a distancia me dijo que "mi amigo" les había conducido amablemente por la ciudad y había regateado por ellos el precio de una alfombra. Inútil añadir que era la primera vez que veía al servicial cicerone y aquel ejemplo de la vieja picaresca hispana traspuesta a estas tierras me regocijó.

En fecha más reciente, una pareja de turistas del único café que frecuento al anochecer, me soltó de improvisto: "¡Cómo! ¿No viste usted su chilaba?" Cuando les repuse que en mi vida había usado esta prenda parecieron desconcertados: ¡otro "amigo" les había vendido el cuento de que en mis medineos vestía siempre una chilaba con capucha calada hasta las cejas a fin de pasar inadvertido y que sólo él y un puñado de compadres conocían mi secreto!

¿Podría tratarse de un sosia? Es lo que dije a mis paisanos para salir del paso y no desmentir al cuentista. ¿Qué otra cosa podía hacer? Pensé también que el día en que ya no estuviera en nuestro exiguo planeta, mis "amigos" forjarían nuevos episodios y aventuras sin temor a que nadie les enmendara la plana.

Juan Goytisolo es escritor.

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