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Columna
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Neandertales del siglo XXI

En una entrevista, el neumólogo Josep Morera habla de la relación entre tabaquismo y enfermedades respiratorias y cuenta que hasta 1880 sólo se habían descrito 300 casos de cáncer pulmonar, pero que a partir de ese momento, cuando el tabaco pasó a elaborarse de forma industrial, el número de tumores se disparó, aunque hasta 1950 no apareció un estudio médico que vinculara hábito y dolencia. Entonces, las tabaqueras se lanzaron al ataque y, al no poder refutar esa evidencia, crearon un instituto de investigación cuya principal labor consistió en generar confusión asegurando que no estaba demostrado su poder cancerígeno.

Después de leer el texto, me doy cuenta de que la táctica tinta de calamar, que consiste en enturbiarlo todo para que se desconozca la realidad, debe de haber funcionado de manera habitual en relación con todas las drogas, ya que la percepción que la ciudadanía tiene de ellas guarda poca relación con sus efectos reales.

La edad media de inicio del consumo de droga en España se sitúa sobre los 15 años para el cannabis y la cocaína

Si en la década de los setenta el consumo de drogas prohibidas se asociaba principalmente con la heroína y se consideraba propio de personas sin instrucción o, cuando menos, una actividad transgresora, actualmente mucha gente juzga su consumo glamouroso y lúdico y considera que quienes lo denostan son pusilánimes sin remedio. Así, no puede sorprender que, de los 6.802 análisis de droga (alcohol aparte) que los Mossos d'Esquadra realizaron a conductores en 2009, el 65% diera positivo. Las más consumidas por esos individuos interceptados eran el cannabis (60,7%) y la cocaína (28,07%), drogas que a muchas personas les parecen caramelos de menta.

Sin embargo, como ocurre con el tabaco, actualmente sí tenemos datos sobre los efectos devastadores que las sustancias psicoactivas tienen sobre nuestro cuerpo, sobre nuestro ánimo y, más aún, sobre nuestro cerebro, porque este, ahora, podemos conocerlo mediante las imágenes obtenidas por resonancia magnética y comprobar, así, las alteraciones que sufre.

Las drogas, alcohol incluido, actúan sobre el responsable de nuestras emociones: el sistema límbico, en el que se hallan los centros de recompensa y los centros de castigo, que resultan inutilizados; unos -los de recompensa-, al ser sometidos a una activación muy directa, para la que no están preparados, que impedirá que reaccionen ante estímulos naturales (comida, sexo...); otros -los de castigo-, porque se ponen en marcha en cuanto empieza la tolerancia a la droga, con lo que la persona adicta ya no la toma para experimentar placer, sino para evitar sentirse mal.

Por otro lado, el sistema límbico interactúa con la corteza prefrontal, la encargada de dirigir nuestra conducta para conseguir objetivos. Ambos trabajan a la par, excepto si uno de los dos tiene problemas. Muchas drogas inhiben el córtex prefrontal, por lo que el sistema límbico acaba yendo por libre. Por ejemplo: una pareja de adolescentes (vale también para adultos) se emborrachan y, después, practican sexo sin tomar precauciones. Desde luego, esta situación puede ser esporádical pero, a la larga, la adicción provoca alteraciones permanentes en los circuitos y, entonces, las emociones dominan la conducta.

En definitiva, tomar droga nos hace regresar a nuestros orígenes evolutivos, a ese Homo neanderthalensis que, según hemos sabido recientemente, nos ha legado entre un 1% y un 4% de ADN, y que, según los especialistas, debía de tener menos desarrollada la capacidad de razonar, planificar o controlar la conducta, ya que su frente oblicua tal vez no permitía alojar una corteza prefrontal del mismo tamaño que la del Homo sapiens.

Dado que la edad media de inicio de consumo en España se sitúa sobre los 15 años para el cannabis y la cocaína, y que, de la población entre los 14 y los 18, más del 20% ha consumido el primero y un 6% ha probado ya la segunda, quizás deberíamos poner en marcha un sistema eficaz para alertar del peligro de la droga sobre los cerebros adolescentes. O eso o admitir que nuestra especie puede tener comportamientos propios del neandertal.

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