"También las monjas se tapan"
Cinco jóvenes musulmanas cuentan sus experiencias con el 'hiyab' en Huelva
Sara Doulfikar, de 10 años, nació en Huelva, de familia marroquí. Se define, con desparpajo, "española como la que más". Española y musulmana. Sara usa el velo islámico (hiyab) en casa, para rezar con su madre, Aicha, licenciada en Literatura y coordinadora en una asociación de acogida de inmigrantes. Después se lo quita. "Aún soy pequeña", sonríe Sara, que se apresura a contar que en el colegio, al principio, la llamaban "mora", "negra" y "todo lo que te puedas imaginar". Pero ahora, garantiza, le da igual.
"Mejor ser mora o negra que ser racista como tú", contesta sin traumas. "Cuando sea mayor me colocaré el velo y diré a todos que me dejen en paz. Que es mi religión y punto. También las monjas se tapan y nadie dice nada", explica con un movimiento frenético de brazos. "Es sólo una prenda, no te convierte en extraterrestre", reivindica la niña. Su madre asiente. Ella se lo puso a los 19 años, en Casablanca, y declara que ahora se sentiría "desnuda" si tuviera que desprenderse de él.
"Es sólo una prenda, no te convierte en extraterrestre", reivindica una niña
Las jóvenes con el 'hiyab' se topan con dificultades para encontrar trabajo
"El Corán pide que nos cubramos. Yo decido seguir mi religión, no es por mi padre ni por mi marido ni por nada. Es por mí", sostiene mientras prepara té verde con hierbabuena: "Es una sumisión voluntaria a Dios que beneficia mi vida, ¿por qué voy a estar discriminada? El hiyab nos protege de ciertas miradas e intenciones. ¿No es aceptable en una sociedad libre que algunas sigamos nuestra religión?".
El padre de Sara, Abdel, llegó a Huelva hace casi 20 años. Abrió dos negocios, un estudio fotográfico y una tienda. Tras escuchar con atención a su esposa, se suma a la conversación. "Son costumbres diferentes, como aquí la Semana Santa de Sevilla. Todos lloran cuando ven pasar a la Virgen y yo tampoco lo comprendo", compara en perfecto español. A pocos kilómetros, en San Juan del Puerto, otras dos niñas usan el hiyab, pero todos los días. Van al colegio cubiertas. Son las únicas de todo el pueblo. No se lo quitan nunca, ni para hacer gimnasia. Se trata de Doha y Manal Hachim, de 9 y 12 años.
"Al principio nos miraban raro pero se acostumbraron", acierta a decir Doha, agitada, tras tirar la bicicleta en el suelo. Al cuestionar la edad tan temprana -el Corán indica su uso tras la pubertad-, la madre, Fátima, sostiene que es "muy importante" que se sepa "lo antes posible" que son "niñas musulmanas". Por eso les adaptó el pañuelo, a ambas, a los cinco años. "¿Quieres llevar el hiyab?", pregunta la madre. "Sí", responde Doha. La niña, sin embargo, se encoge de hombros cuando se le pide un porqué. "Porque es mi religión, ¿no?", resuelve al fin.
Otras hermanas, Lamiae y Douaá A.L., marroquíes de 24 y 17 años, señalan que lo han tenido "bastante complicado". Lamiae compró su primer hiyab, junto a un grupo de amigas, a los 13, en Tetuán. Al llegar a Huelva, sintió un rechazo "cruel". Le llamaban "la mora" todo el tiempo. Así que decidió encerrarse en casa, literalmente, dos años -de los 16 a los 18-. Ni estudió ni se relacionó. Pero no se desprendió del hiyab. Ahora hace el curso de acceso a la Universidad y alega sentirse satisfecha por su decisión: "Quiero ser buena musulmana y eso conlleva cubrirme". Buscando trabajo tampoco le va mucho mejor: "Como cajera me decían que sólo podría trabajar si me quitaba eso de la cabeza". En un banco, lo mismo, "por la imagen": "Lo único que me queda es la fresa [recogida o cooperativa] o cuidar ancianos. Y alguno de ellos también me mira mal".
Su hermana Douaá ha decidido atajar "el problema". No parpadea cuando manifiesta su deseo de lucir el hiyab pero, justifica, no puede hacerlo "aquí". No quiere que sus amigos le den de lado. Por eso, cuando va al instituto, se lo quita. Sus compañeras le dan "consejos": "Vas a parecer extranjera, radical, loca y fea". "No seas tonta. Disimula que eres musulmana". Lo que hace Douaá es atarse el pañuelo al cuello, en plan moderno, y cuando no la ven, se lo coloca.
"No lo uso hasta llegar a la puerta de la mezquita, por si me ve alguien", confiesa. También menciona el choque de culturas: "Algunas amigas piensan en liarse con uno y con otro. Yo quiero casarme". El mismo ideal comparte Yamila, onubense de 27 años de familia católica, que hasta hace poco sólo se llamaba Milagros. Hace un año y medio se convirtió al Islam. "Fue un acto de sumisión a Dios. Eso significa ser musulmán", declara Yamila, que lo tiene muy claro: "Mis padres se van a enfadar cuando me vean con el hiyab, pero lo voy a hacer". En unos meses va a casarse con un marroquí. "Los hombres musulmanes muestran mucho más respeto y responsabilidad hacia la mujer. Es todo lo contrario a la imagen que se da", sentencia la joven mientras se mesa un pelo larguísimo, castaño, que ya, asegura, sueña con cubrir.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.