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Columna
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El país del miedo

Cuando baja el agua, bajan todos los barcos; y cuando crece el miedo, a todos nos tiemblan las manos y se nos dispara la histeria. Abres los periódicos y parece que el mapa de Europa se ha convertido en una pila de agua sucia en la que los países dan vueltas y, uno a uno, se van colando por el desagüe de la crisis; o encuentras uno de esos gráficos, tan de moda últimamente, en los que se representa el famoso efecto dominó y los que, de un tiempo a esta parte, la tercera ficha siempre es España: primero sale Grecia, ya caída; luego Portugal y después nosotros, seguidos de Irlanda, Italia, Gran Bretaña... Para cerrar el círculo, el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz acaba de profetizar que "tal vez estemos ante el fin del euro", lo cual asusta bastante, por mucho que "pronosticar" y "tal vez" formen una pareja incongruente.

Es ofensivo que haya otro mundo contiguo a este en el que se pagan 80 millones por un 'picasso'

En Buenos Aires, donde Juan Urbano y yo estamos estos días en un viaje de negocios, los diarios se hacen eco de un rumor según el cual el Gobierno habría pedido una ayuda financiera de 360.000 millones de dólares al Fondo Monetario Internacional y abren con titulares que dicen cosas como "derrumbe en los mercados por España" o "una incontenible fuga de confianza", y cuando pasas sus páginas oyes batir las alas al cuervo de las malas noticias.

El país del miedo es el título de la última novela del escritor Isaac Rosa, y es un libro que no habla de dictaduras, ni de guerras, ni de crisis económicas, ni de violencia callejera, como podrán creer los que aún no la hayan leído, sino del modo en que el temor puede conducirnos a la locura y, llevado al límite, hasta el crimen: le ocurre a su protagonista, que es una víctima que acaba convirtiéndose en verdugo impulsado por su terror. Y lo que acaba de pasar en Aranjuez, donde un vecino aparentemente normal y pacífico ha matado a balazos a otro que, para ser sinceros, no parecía muy de fiar, porque había estado alguna que otra vez en prisión, había sido denunciado por sus padres acusado de malos tratos, tenía fama de agresivo y se había metido en un laberinto de problemas a causa de su adicción a las drogas.

Y sin embargo, él fue la víctima que al recibir la primera bala gritó: "¡Papá, papá, ven, que me matan, que me han pegado un tiro!", y el vecino intachable fue quien lo remató cuando ya estaba en el suelo, tan caído como la ficha de Grecia que sale en los dominós que explican la crisis, y quien en los últimos segundos del drama, mientras los familiares del muerto corrían desesperadamente hacia él y le gritaban que no lo hiciera, le disparó otras dos veces a la cabeza, a quemarropa. El país del miedo.

Sentados en una cafetería del barrio de San Telmo, Juan Urbano y yo nos hemos preguntado hasta qué punto las fichas que forman el dominó del pánico también han empezado a caer, porque quizás la situación inquietante que vive España empieza a rompernos los nervios y nos hace volver a pensar que "para vivir un día es necesario / morirse muchos días mucho", como dice en uno de sus poemas el maestro Ángel González. Es ofensivo que también haya otro mundo contiguo a este, en el que se pagan más de 80 millones por un cuadro de Picasso y en el que los grandes bancos del país aumentan sus beneficios, demostrando que están aquí para lo que dijo Mark Twain que estaban: para darte un paraguas cuando hace sol y quitártelo en cuanto empieza a llover.

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¿Será verdad que hay un túnel oscuro que va de la crisis global al crimen de Aranjuez? El efecto dominó funciona como un ecosistema, y ya se sabe cómo funcionan esas cosas: de pronto, alguien agita un billete de dólar en Wall Street y empieza un tornado en Lisboa. Hay que calmarse, porque del país del miedo sólo se escapa andando despacio.

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