Sistema electoral, entre equidad y eficacia
Más justo que el francés y el británico, el sistema español permite la formación de gobiernos estables. La proporcionalidad perfecta mejoraría algo la equidad, pero a costa de dificultar mucho la gobernabilidad
Un reciente artículo en estas páginas de Rosa Díez (Lo que les une, 29 de marzo) plantea vigorosamente la necesidad de una reforma profunda del sistema electoral vigente en España, aquejado, según su criterio, de una profunda inequidad en beneficio de los dos grandes partidos y perjuicio de las minorías nacionales.
Esgrime con habilidad la dirigente de UPyD algunos ejemplos muy gráficos de la desigualdad del "poder" del voto en España e invoca, con no menor habilidad y algo de parcialidad, el Informe del Consejo de Estado de 24 de febrero de 2009 sobre reforma de la legislación electoral, para concluir -con cierto tremendismo- que la actitud de PSOE y PP de "taponar" una reforma profunda del sistema electoral vulnera la libertad individual y la igualdad jurídica de los ciudadanos. Según Rosa Díez, sólo les une el "interés", lo que para ella es "vergonzoso".
Con un sistema puro, PSOE y PP perderían escaños, los nacionalistas seguirían igual y subirían IU y UpD
El verdadero problema es que la provincia sea el distrito electoral. ¿Vale la pena cambiarlo?
Que a partidos archirrivales les una el interés en una cuestión como ésta es, más que vergonzoso, inevitable. Sería inimaginable que un sistema electoral que ha superado los 30 años de vida no respondiera al interés compartido de los dos principales partidos. No se trata pues tanto de eso cuanto de examinar críticamente si ese interés que les une es compatible con el de los ciudadanos y con los derechos de los restantes actores políticos. Esto es lo que quiero discutir en abierta discrepancia con las tesis que tanto Rosa Díez como otros muchos partidarios de una reforma a fondo del sistema electoral propugnan.
El argumento central de Rosa Díez se refiere a la equidad, o, más bien, a la falta de ella en el reparto de poder que otorgan los votos. El tamaño de los distritos y la asignación de un mínimo de representación (dos escaños) a todas las provincias dan lugar, en efecto, a llamativas diferencias de coste entre escaños muy "baratos" (el PSOE obtiene el segundo escaño de Teruel con un cociente electoral de 19.308 votos) y otros prohibitivamente "caros" (el único escaño de IU por Madrid le "cuesta" 164.565 votos). Este es sin duda el aspecto más decisivo del sistema electoral en términos de inequidad, y en el fondo aquel del que derivan otras dimensiones, por ejemplo, el hecho de la mayor penalización que sufren los partidos minoritarios nacionales sobre los que obtienen sus votos en una comunidad específica. Así, resulta que el "coste medio" en votos de cada escaño más bajo no es el del PSOE o el del PP (idénticos entre sí, cerca de 67.000 votos), sino el del PNV, al que cada escaño le ha "costado" poco más de 50.000 votos, que suponen poco más de una décima parte del coste medio soportado por IU.
La cuestión es que la equidad no es ni puede ser la única dimensión a atender a la hora de evaluar una Ley Electoral. Porque de lo que se trata es de un delicado trade-off entre equidad (que los votos se conviertan en representación parlamentaria de una forma justa, que "valgan" por igual) y eficacia (que los Parlamentos elegidos sean capaces de producir gobiernos viables y estables). Y si en la primera dimensión el sistema español puede suscitar alguna opinión crítica, es difícil negar que en la segunda ha funcionado casi como un reloj.
Así, desde 1977, ha habido 10 elecciones generales. Tras todas ellas el partido ganador ha podido formar gobierno, pese a que en la mayoría de ellas no ha habido mayorías absolutas. Esos gobiernos -no sólo los mayoritarios, sino también los minoritarios- han sido estables y han podido acabar sus mandatos, salvo en 1982, por la descomposición de UCD, y en 1996, por la combinación de crisis económica y política del final del felipismo. Pero, aun más notable, se ha conseguido esa estabilidad gubernamental sin que siquiera los gobiernos minoritarios hayan formado coaliciones, sino con apoyos externos puntuales o estables en el Parlamento. Y, por supuesto, el sistema ha demostrado que canaliza perfectamente la alternancia.
Pasemos pues a la otra dimensión, la de la equidad. Evidentemente, el sistema no es perfecto. Ninguno lo es. Democracias modélicas, como la británica o la francesa lo son mucho menos. En el Reino Unido, el Partido Laborista disfruta de una cómoda mayoría parlamentaria (55% de los escaños en los Comunes) con el 35% de los votos. En Francia, la UMP con el 39% de los votos tiene el 54% de los escaños de la Asamblea Nacional. Frente a primas tan abultadas al ganador, hay que considerar que las que reciben tanto el PSOE como el PP (menos del 5%) son bastante modestas.
Vayamos a donde proponen los partidarios de la "reforma equitativa". Imaginemos por un momento que no hay ningún obstáculo constitucional a establecer una proporcionalidad perfecta entre votos y escaños y que eliminamos el umbral mínimo de votos para obtener representación. En ese caso, la fórmula impecable es la que asigna los escaños dividiendo el total de votos a candidaturas entre el número total de asientos y dando a cada partido tantos escaños cuantos resulten de dividir sus votos por ese cociente electoral. La hemos aplicado a los resultados de 2008, suponiendo el número actual de escaños y una circunscripción nacional única, y los resultados virtuales obtenidos desmienten buena parte de los prejuicios que al respecto existen.
Primero: ningún partido hoy ausente del Congreso entraría en él con la proporcionalidad perfecta. Sucedería justamente lo contrario: saldría uno, concretamente Na-Bai, cuyos votos quedarían por debajo del cociente electoral que da derecho a un escaño. Es decir, el sistema electoral no excluye la presencia en el Parlamento de ninguna fuerza que en aplicación de reglas de equidad absolutas debiera estar en él, e incluso admite a alguna que no lo estaría. No parece un tema menor a la hora de evaluar la equidad empírica de un sistema electoral.
Segundo: el reparto de los escaños de acuerdo a esa hipotética fórmula de proporcionalidad perfecta otorgaría 8 menos tanto al PSOE como al PP, restaría 2 escaños al PNV y el único que tiene a Na-Bai. Por el contrario, haría ganar 1 escaño a CiU, ERC y CC, 4 escaños ganaría UPyD y 12 escaños más engrosarían la representación parlamentaria de IU. Ergo, el sistema es neutral en el intercambio entre los dos partidos centrales del sistema, y no beneficia globalmente a las minorías nacionalistas, cuya representación agregada sería exactamente la misma con un sistema de proporcionalidad perfecta.
El único intercambio significativo tiene lugar entre las dos principales formaciones del sistema y las otras dos fuerzas parlamentarias de ámbito nacional, a las que los dos partidos centrales cederían íntegra su modesta prima de representación.
Así pues, con esa hipotética reforma equitativa no se gana pluralismo de representación y sólo se gana algo de equidad en los márgenes del sistema, reforzando significativamente la representación de partidos minoritarios (3,8 y 1,2% a nivel nacional, respectivamente, de IU y UPyD).
¿Qué sucede con la eficacia? En la medida en que se complica la posibilidad de gobiernos mayoritarios o cuasi mayoritarios de cualquiera de los dos partidos centrales, sin duda hay una potencial pérdida de eficacia del sistema para facilitar la formación de gobiernos estables.
¿Compensa esa pérdida de eficacia lo que se ganaría en equidad? Es, como mínimo, opinable. Hablamos de partidos con una cuota electoral muy inferior a la que en buen número de democracias permiten obtener representación en el Parlamento. Partidos a los que el sistema "castiga", ciertamente, pero por su marginalidad electoral y su difuso apoyo territorial, no por sus ideas. Recordemos que con este mismo sistema electoral, IU ha llegado a tener 21 diputados con poco más del 10% de los votos.
La fuente de la relativa inequidad no es la prima a los grandes y el castigo a los pequeños (eso es la consecuencia) sino el mandato constitucional que hace de la provincia el distrito electoral. ¿Vale la pena cambiarlo? Bastantes querellas interterritoriales tenemos ya como para inventarnos una nueva. Y, encima, al hacerlo, dificultar más la formación de gobiernos estables, uno de los rasgos más positivos de nuestro sistema político gracias, entre otras cosas, al sistema electoral.
José Ignacio Wert es presidente de Inspireconsultores.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.