Manuel Fernández Álvarez, el historiador con lírica
El éxito le llegó a los 80 años con biografías de los Austrias
Para nacer un poeta tuvo que morir un pintor. Manuel Fernández Álvarez (Madrid, 1921) se identificaba con estas palabras de Rafael Alberti, si bien en su caso fue el historiador el que guillotinó al escritor. Aunque la cosa no acabó tan así. Las biografías y los ensayos históricos de Fernández Álvarez se auparon a las listas de los libros más vendidos, beneficiados sin duda por las dotes narrativas del autor, que de jovencito había devorado toda la literatura europea y soñaba con ser uno de ellos. "Y, claro, la literatura me ayuda a escribir la historia con cierta prestancia y carga lírica", manifestaba en una entrevista.
O sea, que fue uno de los pocos historiadores españoles que triunfó en las librerías, donde abundan los ensayos sesudos y plúmbeos. A él lo mismo le paraban por la calle para felicitarle por su libro sobre Juana la Loca que le elogiaban sus colegas por sus aportaciones. Ayer, tras su fallecimiento a los 89 años -cumplidos el 7 de abril- en su querida Salamanca, donde había sido operado semanas atrás, historiadores como Miguel Artola, Gonzalo Anes, Carmen Iglesias o Fernando García de Cortázar destacaron su labor divulgadora y su tesón investigador, como evidenció el hallazgo de 800 documentos inéditos que conformaron los cuatro tomos del Corpus documental de Carlos V. El emperador en legajos, a los que dedicó medio siglo de trabajo.
La constancia fue uno de sus rasgos esenciales. Y recibió su recompensa (tardía, desde luego): el éxito le llegó con los 80 cumplidos -"si me hubiera cogido más joven, a lo mejor me habría vuelto un presuntuoso, pero a mi edad no tiene sentido", decía con humor- gracias a su libro sobre Felipe II, un rey al que dedicó su tesis doctoral y estudió desde 1942 con la tenacidad de una hormiguita. Ahí arrancó su interés por los Austrias y los brillantes años imperiales de España. El colofón a tantas décadas de intimidad con el rey, además de un éxito editorial (Felipe II y su tiempo), fue un tirón de orejas al historiador Henry Kamen, que había afirmado que ningún español podía escribir algo bueno sobre el nieto de Juana la Loca. Una "fanfarronada", a juicio de Fernández Álvarez, que reflexionaba lo siguiente: "Creo que los hispanistas, y sobre todo los ingleses, consideraban que España era un país con una historia fascinante... El Archivo de Simancas es uno de los más importantes del mundo, pero es que para ellos este país estaba habitado por un pueblo ignorante. Venían con el mismo espíritu de los egiptólogos".
Y no que es que metiera a todos en el mismo saco. Respetaba a Joseph Pérez, pero se quejaba de cierto papanatismo español ante la etiqueta de hispanista. García de Cortázar resaltaba ayer esta faceta: "Contribuyó a la superación del complejo de inferioridad que a veces ha tenido la historiografía española", informa Europa Press.
Antes de catapultar la historia de España a los estantes del best seller -se vendieron como rosquillas sus biografías sobre Felipe II, Carlos V, Juana la Loca o el duque de Alba-, Manuel Fernández Álvarez había recibido ya el reconocimiento del gremio. En 1985 logró el Premio Nacional de Historia por La sociedad española en el Siglo de Oro y, dos años después, ingresó en la Academia de la Historia. También pertenecía a la portuguesa y era catedrático emérito de la Universidad de Salamanca.
Escribió casi 40 obras, la mayoría centradas en los siglos XVI y XVII. Su último libro, España. Biografía de una nación (Espasa Calpe), salió a la venta hace apenas cinco días. Porque mantuvo su vitalidad hasta el final. "No puedo estar en paro", confesaba hace dos años, tras haber superado un infarto. Consideraba que la divulgación es una obligación de los historiadores ante la sociedad y que el rigor es un deber frente a los colegas. Y tuvo también alguna incursión donde lo literario se impuso a lo histórico, como la trilogía Dies Irae, en la que retrató los tiempos convulsos de la Guerra Civil y la posguerra. El literato que tenía dentro nunca murió del todo.
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