Los crímenes en el arte
Al fondo te mira la cabeza. Los ojos entrecerrados, la barba de tres días, pelo algo alborotado del que se acaba de levantar, una sonrisita pintada en la cara y un color meloso y dorado que adorna las mejillas, la frente y el cuello. Pertenece (perteneció) a Henri-Jacques Pranzini, un criminal ajusticiado en París en 1888 por el triple asesinato de tres hermanas y jamás imaginó que más de cien años después un molde de su rostro iba aún a seguir rodando por ahí, separado del cuerpo, hasta la eternidad. El molde en cera que se fabricó entonces -con la expresión algo estúpida que le quedó para siempre a Henri-Jacques tras ser guillotinado- pertenece a la colección histórica de la Préfecture de Police parisina y ahora se exhibe en el mismísimo Museo de Orsay, en una exposición titulada Crimen y castigo que responde a la extraña fascinación morbosa que ejerce en todos (aunque en algunos más que otros) el lado oscuro de la humanidad. A juzgar por las colas, esa fascinación sigue siendo incurable. También a juzgar por quien, una vez dentro, se coloca durante un rato ante el molde de la cabeza citada como el que se mira en un espejo. La pregunta de Henri-Jacques parece siempre la misma: ¿qué tienes tú que no tenga yo?, ¿qué tengo yo que no tienes tú? La idea de la exposición surgió de Robert Badiner, ex ministro de Justicia de François Mitterrand, la persona que se encargó de abolir la pena de muerte en Francia en 1981, que pretendía montar una exposición, precisamente, sobre la pena de muerte. Pero Jean Clair, comisario de la muestra, extendió el concepto hasta elaborar, según él mismo confesó hace poco en una entrevista radiofónica, una suerte de mapa artístico del mal y la maldad a lo largo, sobre todo, del XIX.
Hay bellos cuadros que en el fondo son la recreación de un asesinato famoso: las varias versiones del apuñalamiento del revolucionario Jean-Paul Marat, por ejemplo, que recibió en la bañera donde casi vivía sumergido a causa de una enfermedad en la piel la visita de Charlotte Corday, la joven girondina que le apuñaló y que días después sería guillotinada a su vez. El visitante contempla el famoso cuadro de David, que presenta a Marat como un nuevo Cristo yacente, o la versión posterior de Paul Jacques-Aimé Baudry, en la que el asesino cobra el mismo protagonismo que la víctima, o la mucho más reciente y explosiva de Munch, en la que la mujer se instala ya en el centro de la tela.
Hay dibujos espeluznantes de Goya, de Blake o de Degas, hay un cuadro de Van Gogh que muestra una rueda de prisioneros en el patio de una cárcel que él mismo pintó mientras vivía encerrado voluntariamente en el manicomio de Saint-Rémy-de-Provence después de cortarse a lo vivo la oreja y darse cuenta con espanto creciente de que se estaba volviendo loco.
Pero la exposición abandona después el mundo del arte para adentrarse en el de la historia puramente criminal. Ahí ya sólo se internan los verdaderos morbosos, los degustadores de monstruosidades con o sin excusas estéticas. Se muestran varios tipos criminales, se ilustra cómo a lo largo del siglo XIX varios especialistas llegaron a creer que habían encontrado las raíces del mal, a localizarlo en algunos rostros determinados, en dar por sentada la relación entre lo físico y lo moral y en que el criminal nacía y no se hacía y que, por lo tanto, era posible descubrirlo, catalogarlo (y encerrarlo) como el que descubre una especie animal dañina y la extermina. El italiano Cesare Lombroso publicó en 1876 un volumen famosísimo en la época titulado El hombre criminal. Y el doctor Chapellier de Sath logró catalogar seis tipos, en su opinión, diferenciables por su cara: el timador, el fanático, el ladrón, el depravado, el envenenador y el asesino. En la exposición se muestran cuatro máscaras donadas a Lombroso por un antropólogo pertenecientes a un homicida, a un violador, a un mentiroso y a un ladrón. Todos con el colorcillo anaranjado producto de la cera, de la muerte y de los años. No se rían: los rostros corresponden, más o menos, al modelo del "malo de película" del imaginario colectivo reproducido desde entonces en las novelas y en el cine, donde sobreviven, enmascaradas, las teorías de esos antropólogos voluntaristas y equivocados, como recuerda el estudioso Bernard Oudin en un reciente libro sobre el asunto titulado Le crime. Entre horreur et fascination.
Otra de las aportaciones del siglo XIX fue el nacimiento de la prensa, y con ella, el de la prensa especializada en sucesos. En París, el empresario Moïse Polydore Milaud, dando de lado los temas políticos y adoptando el algo cínico lema de "hay que tener el coraje de ser un poco tonto", lanzó en 1863 Le petit journal, y más tarde su suplemento semanal Le petit journal illustré. Con el famoso crimen de Pantin, en el que un asesino mató a una familia entera pobre de un barrio a las afueras de París, imprimió un millón de ejemplares. La exposición muestra algunas de estas portadas impactantes en las que un cura muere a balazos a manos de su criada, otro asesino quema el cadáver de un hombre en una chimenea o un carnicero degüella a su amante frente al mostrador...
Milaud descubrió pronto que hay crímenes que arrastran un atractivo especial, que se vuelven parte de la historia de un país, que regresan siempre, que los escritores o pintores acaban por recrear empujados por el mismo impulso. Como tantas cosas que se ven en esta exposición algo macabra, es algo que aún pervive: en 1984, el pequeño Grégory Villemin, de cuatro años, apareció atado y ahogado en el río Vologne. El caso y las sucesivas hipótesis policiales acapararon la atención de Francia entera. Incluso Marguerite Duras se inmiscuyó para asegurar que "veía" la culpabilidad de la madre, finalmente declarada inocente.
Hace unos meses, 25 años después de haber encontrado el cadáver, la policía aseguró que había encontrado huellas de ADN en una carta del supuesto asesino y reabrió de nuevo un caso que, como la fascinación ante el crimen, da la impresión de que no acabará jamás. -
Crimen y castigo. Museo de Orsay. París. Hasta el 27 de junio. www.musee-orsay.fr.
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