Sin la camisa nueva
Y ni siquiera cara al sol. Los falangistas que salieron ante las cámaras de televisión a denunciar al juez Garzón no tuvieron siquiera la gallardía (por mencionar a su alocado fundador, que está como nunca: "El laconismo militar de nuestro estilo") de aparecer con los correajes y la camisa azul correspondiente. Se disfrazaron de gente normal para mentir: Falange jamás mató a nadie. A mi padre, sin ir más lejos, porque no lo pillaron, pero bien que iban todos los días a la antigua casa de Benimàmet a torturar a mi madre diciéndole entre otras amabilidades que si le echaban el guante el trozo más grande que habría de quedar de él no sobrepasaría el dedo meñique. Falangistas de camisa nueva y en pandilla, armados, y resueltos a "rellenar de esencia al campesinado", aunque el relleno fuese de plomo. Que pregunten en Paterna, en Benimàmet, en tantos otros sitios de orfandad. Todavía se recuerda con horror. Todavía persiste el terror ante esa pandilla de matones buscabullas que chuleaban a los desdichados perdedores sembrando de cadáveres las tapias de los cementerios.
Aún recuerdo a Juan Benet cuando contaba que sentado en una terraza de Rosales con García Hortelano y Sánchez Ferlosio se veían venir el tropel azulón con sus correajes y entonces Ferlosio musitaba un "ahí llegan esos, con sus cancioncillas", segundos antes de iniciar la huida hacia escenarios menos patrióticos. Es sabido que el Generalísimo (siempre le sobró el engorro del superlativo) no era falangista. Era algo todavía peor, un militar incompetente que vio en el ardor guerrero de los salvapatrias falangistas la ocasión de dotar de algo parecido a una ideología a su intención de pasar a la Historia como algo más que el remoto alanceador de unos cuantos moros. Y ahí entraron tantos al trapo (origen, sin duda, de la afición de Sánchez Dragó por la fiesta de los toros) que pronto hubo más ideólogos dispersos que combatientes, de modo que Franco dio el puñetazo en la mesa (de campaña todavía) mediante el Decreto de Unificación, por el cual todo el mundo de su mundo quedaba bajo su mundo mando.
Y ahora llegan estos falangistas encorbatados y reconvertidos en hooligans de los nuevos amaneceres televisivos, leguleyos del furgón de cola, para denunciar al juez Garzón por prevaricación, como si esa amena ocurrencia (y todavía incumplida la revolución pendiente) ignorase que durante cuarenta años aquí no hubo más reprevaricación que la del Régimen, que Judicatura, Iglesia y simulacros de políticos de nuevo cuño rara vez alardearon de la gallardía de poner sus convicciones encima de las mesas de los despachos ministeriales, y que los huesos (mayormente esqueletos de izquierda, si se me permite la barbaridad) yacen todavía sin sepultura en los más diversos y tristes rincones de nuestra ancha y desdichada geografía. Qué estupor, qué inmenso estupor.
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