Alexander Haig, un político poco diplomático
Trabajó junto a Richard Nixon y Ronald Reagan
Uno de los últimos militares y políticos que lucharon la guerra fría y una fuerza decisiva en las Administraciones de dos presidentes, Richard Nixon y Ronald Reagan, que protagonizaron la guerra contra el comunismo; el general retirado Alexander Haig murió ayer, 20 de febrero, a los 85 años en un hospital de Baltimore, a causa de una infección.
Haig, jefe de gabinete en las últimas semanas de Nixon en la Casa Blanca, actuó como presidente en la sombra en 1974, cuando el caso Watergate arrastró al jefe del Ejecutivo a una deriva política y personal que culminó con su dimisión. Haig, según sus biógrafos, convenció al presidente para que abandonara su puesto. Henry Kissinger, en su papel de secretario de Estado, le había ordenado que "bajara el telón de aquella farsa", según recordó el periodista Bob Woodward en su libro Shadow (Sombra).
Nacido en un suburbio de Filadelfia en 1924, se alistó en el Ejército y sirvió en las guerras de Corea y Vietnam. Compaginó la carrera militar con un master en relaciones internacionales en la Universidad de Georgetown. Ayer, Barack Obama le despidió en un comunicado como "uno de los mejores en la tradición de los diplomáticos-militares".
Un perdón pactado
Un día de 1974, como jefe de gabinete, Haig se presentó en el despacho del aún vicepresidente Gerald Ford, con un borrador con un perdón para Nixon. Le ofreció un pacto: sería presidente si perdonaba a su jefe. Ford siempre mantuvo que no aceptó el acuerdo y que perdonó a Nixon para que el país superase el escándalo del Watergate. Pero sólo fue presidente durante una legislatura y sin haber sido elegido por los votantes para ello.
Ford se desembarazó de Haig y lo nombró en 1974 comandante supremo de las fuerzas de la OTAN, con sede en Bélgica. Su sucesor, el demócrata Jimmy Carter, lo mantuvo en el puesto. En 1979 sufrió un intento de asesinato por parte de un grupo de extrema izquierda, la Facción del Ejército Rojo, que detonó una bomba cuando su coche pasaba por un puente en Bruselas. Salió ileso.
Fue asesor en materia de seguridad nacional de Kissinger y del propio presidente Nixon, y así negoció el alto el fuego con Vietnam de 1973, y, un año antes, preparó la histórica visita de Nixon a China, a partir de la cual se restablecieron las relaciones diplomáticas entre ambos países. Consciente de aquellas gestiones, Ronald Reagan lo eligió para secretario de Estado (ministro de Asuntos Exteriores).
Su mandato como tal fue accidentado y ocasionó que Reagan perdiera su confianza en él. Quería una autonomía y unos poderes de decisión e influencia que la Casa Blanca no estaba dispuesta a darle. Reagan le consideró siempre un vestigio (prestigioso, pero vestigio al fin y al cabo) de la Administración de Nixon.
Las desavenencias provenían de que Reagan, un idealista capaz de inspirar a las masas, carecía de experiencia en asuntos internacionales, y Haig era un pragmático. Desde el Departamento de Estado, Haig exigía un mayor control en la proliferación de armas nucleares; quería que se tratara a la Unión Soviética como un interlocutor válido, como China; e instaba al presidente a que acompañara su apoyo a Israel con gestos de pacificación a naciones musulmanas como Líbano, invadido en 1982. Haig insistía en tratar los conflictos armados en El Salvador y Nicaragua como de importancia global, con los cuales la URSS buscaba incrementar su presencia en América. Por eso, aconsejó al Reagan que no escatimara fondos y armas en su apoyo a los grupos locales anticomunistas, y lo consiguió.
Uno de los momentos de mayor tensión entre Haig y Reagan ocurrió en 1981, después de que John Hinckley intentara asesinar de un tiro al presidente en la puerta del hotel Hilton de Washington. Con el comandante en jefe en el hospital y el vicepresidente, George Bush padre, en un avión que había despegado apresuradamente desde Tejas, Haig compareció ante los medios y dijo: "De momento, yo estoy al mando en la Casa Blanca, a la espera de que regrese el vicepresidente". Durante su época de jefe de Gabinete de Nixon, se conocía a Haig en el Capitolio como el presidente número "37 y medio". A Reagan, cuando se recuperó, no le gustó aquello. Un día de 1982 el presidente le recibió en su despacho con una carta en la que aceptaba su renuncia.
"El presidente aceptaba una carta de renuncia que yo no le mandé", dijo en 1984 en su autobiografía, titulada Caveat (La advertencia) y repleta de amargura, donde dijo que la Casa Blanca era un "barco fantasma" y que Reagan, viendo enemigos en todas partes, no estaba al mando de la nación. Como el diario The New York Times dijo en un editorial entonces, Haig se marchó por ser un hombre muy preparado pero poco diplomático al frente de la diplomacia de EE UU.
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