El pensamiento de Albert Camus
Los hombres y mujeres de mi generación leímos ávidamente a dos autores franceses: Albert Camus y Jean-Paul Sartre. Contemporáneos entre sí, representaban para muchos de nosotros una modernidad conflictiva. Acaso Camus era mejor escritor
que Sartre, aunque éste nos diese obras como La náusea, Las palabras, los ensayos críticos de Situaciones y el gran estudio sobre Jean Genet, al lado de obras dramáticas que André Malraux consideraba "Teatro de Bulevar" y de libros filosóficos densos. Camus, en cambio, escribió novelas de estilo diáfano (El extranjero, La peste, La caída), obras de teatro discutibles y ensayos extraordinarios (El mito de Sísifo, El hombre rebelde ) que lo llevaron a separarse de Sartre, pues mientras éste denunció la invasión de Hungría y al estalinismo, propuso un marxismo "particular" adaptado a la realidad de cada país. Camus, en cambio, desarrolló un pensamiento opuesto a toda "teología totalitaria", consciente del absurdo humano y de las
Los peligros del periodismo, según Camus, eran someterse al poder del dinero, mutilar la verdad con pretextos ideológicos: el desprecio al lector
formas de la rebelión histórica, conduciendo a una reflexión sobre el terrorismo, de gran actualidad. Sartre y Camus: hermanos
en la posguerra, enemigos en la guerra fría. Subrayo que Camus, ante todo, fue un periodista totalmente inmerso en la reconstrucción de los órganos de opinión pública franceses después de la guerra y de la ocupación nazi. Como director
del diario Combat (digno de su nombre) Camus se negó a admitir que la prensa fuese refugio de "literatos reprimidos, filósofos
amargados o profesores arrepentidos". El periodismo no era exilio: era reino, y en el reino de la prensa, lo efímero es lo
que definía la condición humana. Los peligros del periodismo, según Camus, eran someterse al poder del dinero, halagar,
vulgarizar, mutilar la verdad con pretextos ideológicos: el desprecio al lector. En cambio, una prensa libre, inteligente
y creativa respeta a las personas a las que se dirige y cuando lo hace, es el oficio más hermoso. Le irritaba que alguien
pudiese ser periodista y despreciar el oficio. Claro que ser periodista significa hacerse de enemigos. Mas ¿no es esto inevitable en una sociedad de "la malignidad, la denigración y la mentira sistemáticas"? Camus estaba muy cerca de otro premio Nobel de Literatura, François Mauriac, cuando éste declaraba que el periodismo "es el único género al que le conviene la expresión de literatura comprometida". Y añadía Mauriac que él no separaba el valor literario del valor del compromiso. Para Camus, periodismo
era cultura y lo que degrada a la cultura conduce a la servidumbre. Señalo lo anterior para llegar al tema que obsesionó a Camus y que hoy está en el centro de la preocupación política nacional e internacional: el terror. Aplicado a la política a partir de la
Revolución Francesa entre 1793 y 1794, el terror fue visto por Camus como un correlato de la historia. El hombre no
nació para la historia, explicó Albert Camus, pero la historia nos impone deberes a los que no podemos negarnos. Uno de ellos es oponernos a quienes creen que poseen, absolutamente, la razón —los dogmáticos—y tratan de imponerla en nombre de la verdad. Pero la verdad, se pregunta Camus, ¿no es "misteriosa, huidiza y debe ser siempre reconquistada"? El pensamiento totalitario dice que no. La verdad ya existe y yo —Iglesia, Estado, empresa, partido— ya la poseo. ¿Y quienes la sufren? Camus toma partido
no al servicio de quienes hacen la historia, sino a favor de quienes la sufren. El terrorismo es una forma extrema de dar la muerte y justificarla, conduciendo a las bodas sangrientas del terror y la represión. En nombre de la razón, el terrorismo abdica de la razón, pone la fuerza al servicio del mal hecho a los demás y representa una energía desviada y cruel. El terrorismo mutila a quien
comete el acto y también al que lo sufre. Y Camus no obvia la verdad. Puede haber un terrorismo individual, pero también
un terrorismo ideológico y religioso y un terrorismo de Estado. Que cada cual se ponga el saco que le convenga.
Hay una tensión permanente, nos advierte Camus, entre lo inevitable y lo injustificable. Es posible que el fin justifique los medios, ¿pero quién justifica el fin mismo? Esta gran cuestión política no la resuelve Camus. La plantea. Lo hace, claro, a partir de su condición de escritor-periodista, ensayista, novelista, autor dramático. Capturado —como todos— entre la voluntad de ser moral y
todo lo que le impide serlo. Entre las ganas de ser dichoso y la imposibilidad de acceder a una dicha plena. Camus recibió el Premio Nobel de Literatura en 1957, a los 44 años, como si Estocolmo previese, apresurada, la breve vida del escritor. Porque su distancia de lo que entonces pasaba por ortodoxia (de derecha o de izquierda) le valió toda suerte de epítetos. Boy scout, moral de la Cruz Roja, escritor edificante, santo sin Dios, experto en coartadas, traficante de amigo, ahora enemigo, Sartre: "Camus
escribe demasiado bien". Camus respondería que no se gana la justicia condenando a varias generaciones a la injusticia. Que existen la belleza y los humillados: ¿cómo serle fiel a ambos? Que más vale no agradar que doblegarse para quedar bien. Que la fama es un entierro prematuro porque niega el futuro y el derecho que todos tenemos de cambiar. Que no importa el tiempo
que nos conceda la vida, sino cómo empleamos el tiempo. Y que no nos podemos separar de la historia, pero la podemos
enfrentar críticamente. Muy discutida fue la posición de Camus respecto a su patria natal, Argelia. El autor se ganó severos ataques por recordar que Argelia no era sólo musulmana, que no debía ceder ante los fanáticos y que al cabo era necesario vivir juntos y en paz o morir juntos y en guerra, acentuando la soledad de argelinos y franceses, así como la desgracia de ambos.
Superada por la historia tal disyuntiva, cabría hoy hacer la misma pregunta a israelíes y palestinos, pues la oportunidad de convivir, entender y abandonar el odio y la violencia son opciones constantes de la historia y la historia, nos recordó Albert Camus, es la tensión entre lo inevitable y lo insustituible.
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