Y el cine, que esa es otra
A la pregunta de qué se hizo de los cines valencianos habría que responder con otra de más calado: qué se hizo del cine valenciano. No hace tantos años que esto iba a ser Hollywood o poco menos, florecieron como hongos las escuelitas de cine, y más especialmente las de guionistas, y de la que en principio se llamó, no sin cierta desenvoltura, Centro de Guionistas Luis García Berlanga habían de salir cientos de escritores que pondrían a nuestra comunidad en el lugar de cine que le correspondía. Mucho me temo que ahora se encuentra exactamente en ese lugar, es decir, con una mano delante y otra detrás, como en tantas otras cosas, mientras que esa escuela se dedica ahora, según tengo entendido, al tráfico internacional de presuntos o futuros o futuribles escritores de cine, que tampoco está nada mal. Porque aquí, en materia de estética el que no corre, vuela, o, en una versión más nuestra, pájaro que vuela, a la cazuela. Pero se ve que, como decía un poeta, el vuelo excede el ala.
Algo más tarde se creó la llamada Ciudad de la Luz (vaya nombrecito), también con el apoyo simbólico de Berlanga, que veía en las condiciones climáticas o acuáticas, ya no me acuerdo, el entorno inigualable para perpetrar el asunto. Es un caso curioso, porque Berlanga, en su cine, no ha hecho otra cosa que tirar a matar contra los aprovechados de la ilusión ajena, desde el tremendo final de Bienvenido, Mister Marshall, con las banderitas norteamericanas navegando penosamente entre el lodo de una acequia, hasta el villancico que cierra una obra maestra como Plácido. En fin, sorpresas te da la vida. Pero la sorpresa mayor en todo este desdichado asunto fue que la Ciudad de la Luz se convertiría en el único estudio cinematográfico que subvencionaba las escenas de rodaje allí filmadas en lugar de cobrar una cuota, tasa o alquiler por ceder sus instalaciones. A fin seguramente, porque esa práctica resulta incomprensible en términos comerciales, de hacerse con un nombre y después ya se vería lo que se tenía que ver. Ya se ha visto, me parece: elogios sin tasa de los pocos cineastas que han rodado allí por la cara y, encima, remunerados por la Ciudad y por la Luz.
Hubo, en otro tiempo, el intento de otro cine, llamado independiente, en el que figuran las horribles películas de Josep Lluis Seguí, resuelto a liquidar a Godard como fuera, o las rústicas exquisiteces de Rafa Gasent, o la patética aventura de los hermanos Vergara tratando de recrear el mundo veraniego de Blasco Ibáñez, ya entonces, entre otros en los que destacarían los intentos de Maenza, tal vez el único interesante de todos ellos. Pero eso era en los años setenta del siglo pasado. Y, desde entonces, nada medianamente digerible, pero algo había. Ahora se acabó. Ya no hay nada. Lo que, aún siéndolo, tampoco tiene que ser una desgracia.
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