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Tribuna:Laboratorio de ideas
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Cómo ingeniárselas para evitar la caída libre

Joseph E. Stiglitz

La derrota en la elección senatorial de Massachusetts ha privado a los demócratas de Estados Unidos de la mayoría de 60 votos necesarios para sancionar la reforma sanitaria y otras leyes, y ha cambiado la política norteamericana -al menos por el momento-. Pero ¿qué nos dice ese voto sobre los votantes y la economía de Estados Unidos?

No anuncia un giro hacia la derecha, como sugieren algunos expertos. Más bien, el mensaje que envía es el mismo que enviaron quienes votaron al presidente Bill Clinton hace 17 años: "¡Es la economía, estúpido!" y "empleos, empleos, empleos". De hecho, en el lado opuesto de Massachusetts, los votantes de Oregón aprobaron en referéndum un aumento de los impuestos.

Los mercados por sí solos no nos sacarán de esta calamidad. Es necesaria la acción del Gobierno

La economía estadounidense está pasando por un trance difícil -a pesar de que se ha reanudado el crecimiento y de que los banqueros vuelven a recibir sobresueldos gigantescos-. A más de uno de cada seis norteamericanos le gustaría un empleo de tiempo completo que no puede conseguir, mientras que el 40% de los desempleados ha estado sin trabajo durante más de seis meses.

Como aprendió Europa hace mucho tiempo, los periodos de dificultad prolongan el desempleo, a la vez que las capacidades y las perspectivas se deterioran y los ahorros se evaporan. Los 2,5-3,5 millones de embargos de casas que se esperan este año excederán los de 2009, y el año empezó con lo que se estima que sea la primera de muchas quiebras inmobiliarias comerciales importantes. Incluso la Oficina de Presupuesto del Congreso predice que el desempleo no regresará a niveles más normales hasta mediados de la década, conforme Estados Unidos experimenta su propia versión del "mal japonés".

Mientras yo escribía mi nuevo libro Freefall (caída libre), el presidente Barack Obama asumía un gran riesgo al inicio de su Administración. En lugar del marcado cambio que había prometido su campaña, conservó a muchos de los funcionarios de antes y mantuvo la misma estrategia de "goteo de la riqueza hacia abajo" para enfrentar la crisis financiera. Sus colaboradores parecían decir que ofrecer suficiente dinero a los bancos era la mejor manera de ayudar a los propietarios y trabajadores normales y corrientes.

Cuando Estados Unidos reformó sus programas de asistencia pública a los pobres en la presidencia de Clinton, impuso condiciones a los beneficiarios: tenían que buscar un empleo o inscribirse en programas de formación. Pero cuando los bancos fueron beneficiados con asistencia pública no se les impuso condición alguna. Si el intento de Obama de ingeniárselas para hacer algo hubiera funcionado, se habrían evitado algunas grandes batallas filosóficas. Pero no funcionó, y hacía mucho tiempo que la antipatía popular contra los bancos no era tan grande.

Obama quería achicar las divisiones entre los norteamericanos que había abierto George W. Bush. Pero ahora esas divisiones son más grandes. Sus intentos por complacer a todos, tan evidentes en las últimas semanas, probablemente no atemperen a nadie.

Los pregoneros del déficit -especialmente entre los banqueros que se quedaron paralizados durante el rescate gubernamental de sus instituciones, pero que ahora han regresado para vengarse- utilizan la preocupación por el creciente déficit para justificar recortes en el gasto. Pero estas opiniones sobre cómo administrar la economía no son mejores que la estrategia de los banqueros para administrar sus propias instituciones.

Reducir el gasto ahora debilitará la economía. Mientras el gasto esté destinado a inversiones que generen un retorno modesto del 6%, la deuda a largo plazo se reducirá, incluso si aumenta el déficit a corto plazo, debido a los mayores ingresos impositivos generados por la mayor producción en el corto plazo y el crecimiento más rápido en el largo plazo.

En un intento por "hallar la cuadratura del círculo" entre la necesidad de estimular la economía y complacer a los pregoneros del déficit, Obama propuso reducciones del déficit que, al tiempo que alienaron a los demócratas más progresistas, resultaron demasiado pequeñas como para satisfacer a los halcones. Otros gestos para ayudar a la agobiada clase media norteamericana pueden demostrar una profunda sensibilidad, pero son demasiado pequeños como para marcar una diferencia significativa.

Hay tres cosas que sí pueden marcar una diferencia: un segundo estímulo, contener la ola de embargos de casas encontrándole una solución a aproximadamente el 25% de las hipotecas cuyo valor supera el de la vivienda y reformular nuestro sistema financiero para poner riendas a los bancos.

Hubo un momento hace un año cuando Obama, con su enorme capital político, tal vez habría podido llevar a buen puerto esta ambiciosa agenda y, tomando estos éxitos como base, podría haber intentado luego resolver los otros problemas de Estados Unidos. Pero la furia que generó el rescate, la confusión entre el rescate (que no relanzó el préstamo, tal como se suponía) y la desilusión por las crecientes pérdidas de empleos han reducido marcadamente su espacio de maniobra.

De hecho, hay señales de escepticismo incluso respecto de si Obama podrá sacar adelante sus bienvenidos y demorados esfuerzos por poner límites a los bancos demasiado grandes para quebrar y a su imprudente toma de riesgo. Sin eso, lo más probable es que la economía afronte otra crisis en un futuro no tan distante.

A la mayoría de los norteamericanos, sin embargo, lo que más les preocupa es la crisis de hoy, no la de mañana. Se espera que el crecimiento en los próximos dos años sea tan anémico que apenas podrá crear empleos suficientes para quienes entran en la fuerza laboral, mucho menos devolver el desempleo a un nivel aceptable.

Los mercados sin restricciones pueden haber causado esta calamidad, y los mercados por sí mismos no nos sacarán de ella, al menos en el corto plazo. Es necesaria la acción del Gobierno, y eso exigirá un liderazgo político efectivo y convincente.

Joseph E. Stiglitz fue premio Nobel de Economía en 2001. (c) Project Syndicate, 2010. Traducción de Claudia Martínez.

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