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Columna
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Los Baños del Niágara

Todos le llamábamos Ríos, aunque su nombre completo era Juan Manuel Sánchez Ríos. Falleció hace unos días. Era pintor y profesor de artes plásticas y diseño, y esposo, padre, vecino, amigo. Pero por encima de todo era un gran amante de Madrid, una persona completamente integrada en el mundo, ese mundo que empieza en la casa, la calle, el barrio, la ciudad para seguir más y más allá. Ríos era un hombre de barrio y quienes lo conocían comprenden lo que quiero decir: hacía suyo su entorno, nada le resultaba despreciable o superfluo. ¡Cómo envidio su curiosidad! Se fijaba en todo y lo cuidaba, trataba de impedir que se cometiesen atrocidades estéticas. Hay personas que desean lo que tiene el vecino y otras que andamos a medio camino entre lo que ya tenemos y lo que nos gustaría tener. A Ríos, en cambio, parecía que le faltaba tiempo para saborear a fondo lo que le había sido dado o había conquistado en la vida, pero no conformándose (era rebelde como él solo), sino implicándose hasta los huesos.

Ríos era un hombre de barrio: hacía suyo su entorno, nada era superfluo

No sé si exagero o me quedo corta, mi impresión es la de una simple vecina que se rindió a su humanidad y creatividad constante en la parcela de vida que le tocó vivir: mejoraba lo que tocaba, lo que caía en su esfera personal. Yo caí en esa esfera y puesto que escribo en la sección de Madrid de este periódico, estoy segura de que se empeñó en facilitarme el trabajo y que por eso de vez en cuando recibía algún sobre con mapas, con planos de la colonia de chalecitos del Manzanares, que él intentaba que no se apartara del diseño original y no perdiera su encanto... El último envío fue suculento: una recreación hecha por él de "Sidras Casa Mingo" de los años cincuenta, integrada en la estación del Norte (ahora Príncipe Pío) entre los almacenes de mercancías y los andenes del tren. Hoy por hoy, Mingo (fundada en 1888) continúa siendo un clásico, abarrotado casi siempre, con una mezcla de sidra, pollos asados, callos a la madrileña y fabada asturiana. Por allí se le podía ver a menudo, y allí un día de éstos sus amigos nos tomaremos un vino o una sidra en su memoria. En el mismo sobre venía otra recreación: un grabado salido también de su mano de la ermita de la Virgen del Puerto y su entorno. Nada más verlo, entramos en el túnel del tiempo, nos situamos en otro tiempo, en el siglo XVIII, cuando mandó construirla el marqués de Vadillo. Entonces las cosas eran algo diferentes, según nos cuenta Ríos: "Al fondo en la glorieta de San Vicente, se contempla la puerta de equivalente denominación y la fuente de los Mascarones, en cuya delantera discurre el arroyo de Leganitos que diera inicio en la plazuela de San Marcial, actual plaza de España". Si aquellas gentes levantaran la cabeza y vieran la Torre de Madrid, y ¿qué ha pasado con el arroyo de Leganitos?

Y ahora viene lo mejor, ¿sabían ustedes que existieron los estudios cinematográficos Fuente de la Teja? En la revista El Barrio, de la Asociación de Vecinos Manzanares-Casa de Campo, Ríos escribió un interesantísimo artículo en que cuenta cómo en 1919 la productora Patria Films compró unos terrenos en la Fuente de la Teja, situada en la calle del Comandante Fortea. Este lugar, paralelo a la ribera del Manzanares, que hoy consideramos prácticamente el centro, entonces era el culo del mundo. Y allí la productora creció de manera increíble con taller de decorados y laboratorio propios. De hecho, el primer decorado en Madrid del exterior de una calle se hizo aquí, y se rodaron La verbena de la Paloma, El lazarillo de Tormes, Gigantes y cabezudos o Cuidado con los ladrones. Lamentablemente se cerró en 1927. Es curioso que ahora viva en este barrio mucha gente del mundo audiovisual como si fueran atraídos por los fantasmas de estos estudios y de los cines que los rodearon. Uno de los que Ríos habla es los Baños del Niágara, en la cuesta de San Vicente esquina con la calle de Arriaza. Se inauguró en 1913 y tenía capacidad para 2.500 personas, pero ¡ay! costaba una peseta y hasta que no se bajó el precio a 10 céntimos no prosperó, después estuvo en funcionamiento hasta 1940. Y quien quiera saber más de otras salas que llenaban estas calles de ensoñaciones que acudan al artículo de Ríos. Gracias a él, a sus recreaciones e indagaciones podemos imaginarnos pisando por donde otros pisaron con ropa más incómoda, con otras costumbres y otros esfuerzos, en un Madrid más aldeano y pobre y sucio por una parte, pero menos domesticado por otra.

¿Qué sentirían las 2.500 personas que abarrotaban los Baños del Niágara un domingo por la tarde? ¿Soñamos mejor que ellos?

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