Invictus
Sé que es una pretensión utópica, pero si estuviera en mi mano organizaría una sesión de cine fórum al estilo de aquellos que se producían en el mítico Xerea valenciano a principios de los años setenta y convocaría a todos los dirigentes políticos de este país, sin distinción de razas, ideología, sexo o condición social. Pero esta vez no para discutir sobre películas tan bienintencionadas como soporíferas, del tipo Antonio das Mortes de Glauber Rocha, o El Séptimo Sello de Bergman, sino para visionar todos juntos la última obra de Clint Eastwood sobre Mandela titulada Invictus.
Es posible que, aun así, no sirviera de mucho. A menudo parece que la grieta existente entre las dos Españas fuera más ancha que aquella que hubo entre negros y blancos durante el apartheid surafricano. Pero al menos cabría soñar que, tras los títulos de crédito finales, los partidarios de ambas sufrieran un ataque de mala conciencia y les resultara difícil volver a las andadas durante algún tiempo.
No sé si a ustedes les pasa, pero, observando el panorama actual de la política española, a mí cada vez me resulta más difícil reconocer aquellos estimables años de nuestra historia reciente en la que reinaban los comportamientos democráticos y las formas contenidas, frente a la política bronca, sectaria y pueblerina que ahora se ha extendido por doquier.
No sólo tenemos una izquierda perpleja ante los nuevos retos del mundo globalizado, y una derecha cainita, estrecha de miras y obsesionada con el poder a toda costa. También contamos con unos nacionalistas, referencia europea y modernizadora de antaño, convertidos en políticos provincianos de bajos vuelos, una justicia politizada e ineficaz (con la honrosa excepción de Garzón, se diga lo que se diga de él), una Iglesia ultramontana y miope, y unos medios de comunicación en los que la verdad no parece ya el núcleo esencial de su negocio.
Ya no están los Suárez, los Carrillo, los Punset, los Tarradellas, los Pujol, los Tarancón, los González o los Fraga de entonces, personajes todos ellos para los que el Estado no fue una palabra ampulosa y vacía, sino un ambicioso y complejo proyecto de vida en común, en medio de la diversidad.
Los políticos de ahora no requieren de sus consejos. Están en otras cosas más trascendentes. Necesitan su tiempo para manipular las televisiones públicas, ejercitar el clientelismo político, azuzar el sectarismo ideológico, promocionar líderes de bajo perfil, despreciar las formas democráticas y la buena educación, o ahuyentar el talento de los escaños parlamentarios.
Alguna vez deberíamos preguntarnos qué es lo que ha pasado en este país en estos últimos 20 años para que hayamos caído tan bajo. Con crisis o sin crisis.
Invictus no proporciona la respuesta definitiva, desde luego. Pero puede ayudar explicar las principales claves del desastre nacional. No se la pierdan.
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