Tratado de ingeniería total
Ensayo. "Hay que ver los puentes desde abajo". El consejo del ingeniero de caminos José Antonio Fernández Ordóñez (Madrid, 1933-2000) sirve para acercarse al puente romano de Alcántara o al viaducto de Millau. En la antología que ha preparado Navarro Vera, unido en la amistad y profesión, esta forma de mirar figura en el informe que hizo para el Consejo de Europa para que la obra mágica del Pont du Gard no se convirtiera en una factoría Disney: "La primera y mejor visión debe ser siempre desde las cotas inferiores, para luego ir poco a poco ascendiendo hasta arriba en visiones sucesivas".
Fernández Ordóñez (JAFO o José, según los ambientes) defiende el puente como un símbolo moral, unido por la técnica, la belleza y el interés común. Se puede descifrar en sus puentes de Martorell, Tortosa, Alcoy, Madrid (sobre la Castellana), Córdoba (Arenal), Sevilla (Centenario), San Sebastián, Bilbao (pasarela) y Oporto, realizados durante cuarenta años, la mayoría junto con el ingeniero Julio Martínez Calzón. En este tratado de ingeniería total que forman los 76 artículos del libro también hay lugar para una biografía que atraviesa la profesión, la enseñanza (cátedra de Historia y Estética de la Ingeniería), la Academia (Bellas Artes) y la vida pública (presidencias del Colegio Nacional de Ingenieros de Caminos y del patronato del Prado), con un apellido que se mantiene desde la Transición.
Pensar la ingeniería. Antología de textos
José Antonio Fernández Ordóñez
José Ramón Navarro Vera (editor)
Colegio de Ingenieros de Caminos,
Canales y Puertos / Fundación
Juanelo Turriano. Madrid, 2009
648 páginas. 75 euros
Citas autógrafas de Mao, Neruda y Paz abren la edición. Las referencias poéticas y musicales se mezclan con naturalidad con los nombres de maestros (Freyssinet, Torroja, Cerdà, Telford, Roebling, Eiffel, Lemaur, Ribera) y artistas (Gaudí, Chillida). Su ingeniería tiene tres pilas: naturaleza, historia y estética, para colocar después el tablero por donde circulan las ideas y la vida. Los textos piden una "apropiación poética" de la naturaleza, y la memoria se detiene en la defensa del patrimonio de las obras públicas.
A la belleza y la estética dedicó gran parte de sus escritos, al aplicar razón y sensibilidad a sus proyectos y recoger la historia de las formas creadas por los ingenieros, sus aportaciones a la verdad estructural frente al "simulacro técnico". No evita su malestar con el exhibicionismo estructural de las estrellas actuales, pero en Calatrava ("a sus puentes les sobra habilidad y les falta gravedad") también elogia sus formas originales, en una línea de compartir con el lector el entusiasmo por las grandes obras de la ingeniería, donde se logra la belleza con la pureza técnica. En sus propios proyectos, con estructuras mixtas de hormigón pretensado y acero cortén o de hormigón blanco, llegaba a los mínimos gestos y formas austeras, como el puente de Oporto, que definió como "una estructura que vuela".
El ingeniero español se rinde ante el francés Eugène Freyssinet, "el Picasso de la ingeniería", al que dedicó una biografía, por el invento del hormigón pretensado, "el triunfo de la razón" construido en los hangares de Orly o el puente de Luzancy, cuya patente desarrolló en la empresa creada por su padre. La otra gran aportación del siglo fueron las láminas de hormigón armado de Eduardo Torroja (mercado de Algeciras, frontón Recoletos, cubierta del hipódromo de la Zarzuela), la "invención radical" de un funcionalismo poético.
"Como la espalda de un tigre se arquea el puente de Jade" (Li Tai Po). La curiosidad de Fernández Ordóñez se dispersa en sus primeros artículos en la revista El Ciervo de los años sesenta y ya no deja de mirar a su alrededor, con la difusión de publicaciones y exposiciones de grandes ingenieros, la obsesión del Museo del Prado (consiguió la reforma de las cubiertas tras unas alarmantes goteras), seminarios sobre la prefabricación, la utopía del urbanismo democrático y la ciudad (avenida de la Ilustración, en Madrid). Sigue pendiente vaciar la montaña de Tindaya para ocupar el vacío de Chillida. Y permanecen en la memoria las charlas con Antoñito López ante una paella en la antigua cafetería del Prado.
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