Historias de monstruos y apocalipsis
2012, de Brian D'Amato, y El Rojo, de Bernhard Kegel, apoyan sus tramas en hallazgos científicos, pero con abordajes -y resultados- muy distintos. En una, la ciencia es una pieza esencial del argumento, y sin embargo casi se suplica al lector que no meta la nariz en ella. En la otra, en cambio, la investigación es un poderoso gancho para seguir leyendo
Estas semanas debe de haber un buen montón de científicos en todo el planeta lamentándose de que una vez más la ciencia es vapuleada, vilipendiada, ridiculizada, en una película de éxito. Se trata de 2012, por supuesto. Los blogs de revistas de divulgación científica, como New Scientist o Scientific American, arden con comentarios entre indignados y despreciativos. ¡Recurrir a la ciencia para armar un argumento inverosímil! Deprimente, contraproducente..., bla bla bla. ¿Se trata de la habitual reacción de corporativismo científico? ¿Se comportan los científicos según la descripción de Michael Crichton, es decir, olvidando que la ficción exige eso, ficción? Quizás. Aunque se diría que esta vez hasta los más dispuestos a olvidar la ortodoxia científica tienen motivos para quejarse, aburrirse o reivindicar que el filme sea considerado comedia -lo mejor que dicen de ella los comentaristas científicos es que de tan increíble da risa-. En cualquier caso aflora de nuevo un viejo debate: ¿es posible enganchar al lector o espectador con una trama que incluya ciencia más o menos bien contada? Para los amantes de los clásicos de ciencia-ficción la respuesta estará clara. Pero ¿y si los exigentes gustos actuales de ritmo y espectacularidad imponen nuevas restricciones?
En el plano literario, las recientes 2012 -que no es el libro de la película homónima- y El Rojo sirven de casos de análisis. La primera, del estadounidense Brian D'Amato, no es una novela de ciencia-ficción. Lo mismo que no es una obra de denuncia de la situación de los indígenas, ni sobre la historia de los mayas. Esos elementos están, sí, pero el batiburrillo es tal que el resultado es..., difícil de catalogar. Hay agujeros negros; viajes en el tiempo; transmisión de conciencias; recreación libre de la cultura maya; juegos de ordenador; paramilitares; drogas; armas biológicas; traumas infantiles; genios matemáticos; superordenadores... No falta de nada. Ni siquiera una curiosa duplicidad de estilos: al habla callejera y práctica del protagonista le sucede a menudo una narración evocativo-intuitiva que recuerda que D'Amato, al menos cronológicamente, es pintor antes que escritor.
Esta obra tampoco es exactamente una más de las que se suman a la moda 2012. La cosa va, para quien aún no lo sepa, de que el mundo se acabará el citado año -el 21 de diciembre para más exactitud-, según predice supuestamente el calendario maya. Como la profecía no especifica el cómo del apocalipsis, hay margen para especular. En las librerías españolas hay ya una decena de títulos que explotan el filón en sus múltiples vertientes: desde los encuentros con alienígenas a las profecías autocumplidas, rozando la autoayuda y el género de viajes.
Por cierto que la NASA y algunos astrofísicos, hartos de recibir correos electrónicos de gente seriamente angustiada por la supuesta profecía, han publicado varios artículos insistiendo en que para 2012 no se prevé ningún choque con meteoritos; no habrá una alineación de planetas -y si la hubiera no pasaría absolutamente nada, aparte de que los astrónomos aficionados harían muchas fotos-; y tampoco se espera ningún periodo de actividad solar anómala.
Pero estábamos con D'Amato. A él hay que agradecerle varios detalles. Uno, impagable, es que no intenta convencer de que efectivamente el mundo acabará en un par de años. Él sólo crea una historia fantasiosa inspirada en la supuesta predicción de los mayas, una historia en la que dice llevar trabajando más de una década -las más de setecientas páginas dan fe de ello, y esto no pretende ser un piropo-.
Otro punto a favor es que D'Amato no profundiza en la ciencia en que basa su novela. Y eso se nota en que usa hasta fórmulas. ¿Una paradoja? En parte sí. Es que los símbolos matemáticos parecen usados más para espantar que para enganchar al curioso, como si el autor dijera: "Esto es tan complicado que mejor no te metas; fíate de mí y déjate llevar por la trama". La ciencia, y su complejidad son más un escudo que un gancho. ¿Por qué es esto una ventaja? De nuevo, D'Amato no aspira al realismo: como sus recursos científicos no aguantan un asalto serio -de un científico real-, mejor no andarse con pretensiones. Y esa honestidad sentará bien a quien decida seguir su corriente.
El Rojo, del escritor, biólogo y músico de jazz Bernhard Kegel (Berlín, 1953), usa una estrategia del todo distinta. Sin prisa pero sin pausa, con magnífica tensión narrativa pero sin sustos huecos, Kegel presenta su maravilloso monstruo de las fosas abisales. Y de paso escenifica con credibilidad la relación entre periodistas y científicos, y entre científicos y científicos -la cosa no va de científicos buenos contra el mundo, ni viceversa-. El cómo se investigan los mamíferos marinos; el desconocimiento del océano profundo; la exploración de las cordilleras oceánicas, e incluso la defensa a ultranza de los ecosistemas marinos son elementos perfectamente integrados en la trama.
Crichton escribió hace ya una década en la revista Science que es imposible, porque "plantea problemas insolubles", reflejar en una película el método científico. Si se hiciera una película sobre El Rojo que fuera como la novela de Kegel, tal vez se podría demostrar que Crichton se equivocaba.
2012. Brian D'Amato. Traducción de Daniel Meléndez. Viamagna. Barcelona, 2009. 736 páginas. 21,95 euros. El Rojo. Bernhard Kegel. Traducción de José Aníbal Campos. Planeta. Barcelona, 2009. 448 páginas. 21,50 euros.
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