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Columna
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Dos cabalgan juntos

Andoni Zubizarreta

Allí estaban los dos, inquietos, tensos, con pocas ganas de sentarse en los mullidos asientos que conforman los banquillos del Camp Nou. Se diría que tenían más ganas de estar dentro, en contacto con la pelota, que fuera de las rayas, allí donde sólo queda gritar, mover los brazos, gesticular con la esperanza de que alguno de los que corrían tuviera a bien interpretar correctamente sus señales. Allí estaban dos de los tipos que cuando se vestían de corto para sortear a rivales, uno desde la velocidad y la picardía, el otro desde la comprensión temprana del juego y dar el pase una décima antes de lo que esperaba el rival, aquellos dos, eran de esos a los que uno les intuía una pasión extrema por esto del balompié. Y sin embargo, una vez duchados, vestidos de calle, lo último que dirías cuando te cruzabas con ellos en las calles de Barcelona es que eran eso, futbolistas. Allí andaban dos de los conceptos básicos del fútbol del Barça cuando el sistema de juego de Johan Cruyff era motivo de debate y de discusión: el 4 y el 7. El que se encargaba de pensar rápido y el que abría el campo para buscar el uno contra uno frente al lateral o la diagonal buscando la espalda del central de su lado.

Allí estaban Guardiola y Valverde, dos de esos a los que uno intuía una pasión extrema por esto del balompié

Allí estaban dos de esos entrenadores de los que cabe esperar que en medio de la cena de Nochevieja empiecen a acercar las copas, los vasos y las botellas sobrantes para componer sobre el mantel una variante a lo que habían trabajado por la mañana que les aportaba nuevas soluciones, nuevas vías de oposición al rival. Como diría Luis Aragonés, el entrenador es el único de la plantilla que no tiene derecho a disfrutar de la fiesta en su totalidad, manteniendo el deber de pensar de forma continua en cómo mejorar el rendimiento de su equipo. Y estos dos son de esa estirpe, de esos con los que si quedas a comer acabas componiendo un futbolín sobre la mesa y la sobremesa discurre entre variantes tácticas, trampas para el rival y los vasos peligrosamente cerca de los bordes del tablero.

Allí estaban dos de esos entrenadores que suelen hacer lo que dicen que van a hacer y esto que parece de perogrullo no lo es tanto cuando uno ve a tantos otros que hablan de atacar y no pasan de medio campo, que hablan de que no son nada sin sus jugadores y en cuanto la cosa se tuerce se dedican a mostrar por activa y por pasiva que no son esos los jugadores que necesitaban para llevar adelante su proyecto. Porque es esa otra cosa que le une, el entender que el proyecto es del club y que ellos están allí, con el deseo de estar para siempre pero con la certeza de que aquello puede acabar en cualquier momento.

Allí estaban Guardiola y Valverde dilucidando cuál de los partidos perfectos que habían visto en sus respectivas salas de máquinas, uno en la exuberancia de Barcelona, el otro en la eficiencia de Vila-real, iba a ser el que los espectadores tuviéramos la oportunidad de disfrutar aún sabiendo, lo han vivido tantas veces desde dentro, que lo planificado no es nada si los actores principales, los jugadores, no están convencidos de lo propuesto.

Y allí se iban los dos abrazados hacia el túnel de vestuarios, hablando de esas cosas que sólo los entrenadores conocen, discutiendo de alguna jugada, sabiendo que si les dejaban una pizarra, 22 fichas y una sala tranquila, comenzarían un duelo de estrategas que les tendría entretenidos hasta que el servicio de limpieza les sacase a escobazos del estadio.

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