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Columna
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Vigo: veinte muertos

Vigo es, por excelencia, la capital de los sucesos en Galicia. La memoria puede traer a primer plano al descerebrado que causó la muerte de un matrimonio en el transcurso de una carrera en pleno centro. El James Dean de provincias no se fijó en que esas cosas al menos conviene hacerlas en descampados donde la muerte sólo llame a los que la convocan. También a los dos jóvenes gays, asesinados en un suceso triste y lóbrego que se saldó con la escandalosa absolución, por un jurado popular, del victimario. Sigue sin resolver la muerte de un joven que apareció golpeado en la calle Torrecedeira hará cosa de un año. Si la modernidad se mide por un mayor porcentaje de violencia, en efecto Vigo la encarna en mayor medida que cualquier otro espacio del país. Tal vez el inspector Leo Caldas tendría algo que decir sobre ello.

La crueldad municipal, de la Xunta o de quien fuere los deja en desamparo

Sin duda Vigo es la ciudad gallega en la que es más probable que estas cosas ocurran, lo que nos da alguna pista sobre lo que hierve en sus entrañas. Casi naturalmente viene a la boca esa palabra del vocabulario sociológico "desestructuración" que, con su par "anomia" , siendo tan venerables pueden prestar todavía una ayuda para la inteligencia de aquellos lugares que están fraguando, moviéndose entre dos mundos, sin tener muy claro cuál es el lugar de destino y tal vez aún menos el de origen. Vigo es el laboratorio social más peculiar del país. Es una ciudad de muchas aristas, a la que no es fácil reconducir a un sólo vértice.

No es que sus habitantes carezcan de una fuerte identidad urbana, por más que a los que la contemplamos desde fuera nos parezca exótica, curiosa o desencaminada. Al contrario, los vigueses están convencidos hasta los tuétanos de ser, propiamente hablando, "la" ciudad en Galicia. Cuando se habla de lo caótica que resulta, de lo tortuoso de sus vías, de lo informe de su urbanismo, de la corrupción de sus dirigentes, del escaso peso de su civilidad, del desorden general de una ciudad construida más sobre la base de la especulación que de un proyecto -tantos han acabado en la basura como el Plan Palacios-. De tantas cosas que, vistas desde lejos, podrían parecer negativas y a eliminar no es difícil escuchar, sin embargo, el bajo continuo del orgullo.

Es un tono que deja estupefacto al oyente. Pero para un cierto tipo de vigués parecería como si Vigo fuese una suerte de Nueva York menor pero incandescente, una ciudad de rápido crecimiento en un corto plazo de tiempo, dotada de una energía sin reposo. Y es cierto, eso le da su atractivo, pero también establece sus límites. Ninguna otra ciudad tiene tantos edificios que aguardan la piqueta de la justicia, indicio de una sociedad que se ha acostumbrado a sí misma a mirar hacia otro lado y a practicar una suerte de chabacano laissez faire. Sólo algunos free lance como Hixinio Beiras proponen cosas como la recuperación de la Panificadora, lo que va mucho más allá del ámbito de la arqueología industrial: lo que buscan es un orden, un centro simbólico y real, un espacio de civilidad y convivencia.

En el pasado, Antón Villar Ponte soñó que Vigo podría ser la Barcelona del Atlántico, y el polo que articulase, desde su carácter industrial y emprendedor, Galicia. Pero es difícil que eso ocurra cuando su burguesía más visible escribe artículos de abierto peloteo a Díaz Ferrán, acaso por compartir con él un liberalismo acolchado por los favores de la Administración. No cabe duda de que buena parte de sus empresarios y ejecutivos organizan sus mentes para estar en la misma longitud de onda que el Madrid cañí de Esperanza Aguirre, y su liberal derechismo de opereta. A pesar de ello, todas las aventuras y desventuras del recientemente aprobado PXOM pueden leerse como el parto de un intento de racionalidad en una ciudad en la que sus gentes -y desde luego esa burguesía- se han acostumbrado a tomar el mundo por montera.

En Vigo el editor Manolo Bragado ha calculado que sucumben cada año al frío y la miseria -y tal vez aún más a la soledad, que también pesa- alrededor de veinte personas. Veinte almas acurrucadas cada noche en los cajeros de Urzáiz o en alguna casa desvencijada del Casco Vello. Veinte seres a los que la crueldad municipal, de la Xunta o de quien fuere deja en su desamparo todos los días con exacta puntualidad. No puede dejar de señalarse el sarcasmo de que una ciudad que es o que fue (sobre este punto reina la confusión) obrera, sea la única gran ciudad española que no ofrece este servicio de asistencia social a la gente más desamparada.

Es un dato que nos deja helados y que hace incomprensible que no se habilite un albergue de urgencia, como reclama la Rede Social Galicia Sur, que agrupa a diversas ONG, mientras las autoridades discuten qué hacer con el edificio de la Gota de Leche, un adecuado nombre dickensiano para lo que fue un hogar para niños y edificio en el que iba a disponerse un refugio para gente sin techo. Tal vez esa indiferencia sea otro dato más que habría que tener en cuenta.

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