Caronte
Indeclinablemente rumbo a la muerte, pero ya avistado su último recodo, el escritor y editor Carlos Barral (Barcelona, 1928-1989) decidió aceptar el encargo de escribir una novela para una colección, cada uno de cuyos libros habría de entretejer la correspondiente ficción a partir de una pintura histórica. Barral, ya enfermo de una dolencia mortal, eligió como tema el cuadro Caronte atravesando la laguna Estigia (hacia 1520-1524), de Joachim Patinir (Dinant, entre 1480/1485-Amberes, 1524), que se conserva en el Museo del Prado, una obra universalmente admirada, pero que ha cautivado principalmente a escritores y artistas. Aunque por desgracia Barral murió antes de concluir esta empresa, dejó redactada una parte de la novela y unas cuantas notas apuntadas donde se pergeñaba lo que sería su desarrollo, todo lo cual acaba de ser publicado en un libro titulado El azul del infierno (Seix Barral), cuya lectura resulta magnética, quizá porque nos describe la absorbente carrera del autor para introducirse literalmente dentro del fascinante cuadro del misterioso pintor valón, al que se considera el inventor del paisaje moderno.
En el primer capítulo de esta novela inacabada, titulado Martes trece, una mujer madura y enferma, llamada Julia, que se halla circunstancialmente en Madrid para gestionar una ayuda ministerial, entretiene su espera visitando el Museo del Prado, adonde llega en un estado de lamentable alteración física y nerviosa. Tras diversos avatares en su paseo errático por la pinacoteca, Julia se acaba encontrando frente al cuadro de Patinir, que capta progresivamente su atención hasta abrazarla en su delirio, del que siente que forma una parte íntima. "Desde hacía unos segundos o desde hacía mucho tiempo", pensaba entonces Julia, "estaba en otro sitio y lo que oía era el rumor del remo de Caronte. Aquel río, aquel estrecho en la laguna, se le estaba viniendo encima y ahora oía gritar al muerto de la barca, que aún tenía voz y memoria. Y el país del cuadro la envolvía...".
En un momento, Julia, tratando de zambullirse en la pintura, tropieza con el cordón protector de la obra y estrella su cabeza en el zócalo de la pared, parodiando otra célebre caída del esteta Bergotte frente a otro paisaje, el de La vista de Delft, de Vermeer, según narró Marcel Proust en un pasaje de En busca del tiempo perdido.
En el recién traducido al castellano Vanitas. 51, avenue d'léna (Trea), su autor, el escritor portugués Almeida Faria (Montemor-o-Novo, 1943), imagina un pintor actual, alojado ocasionalmente en el palacete parisiense donde el mecenas Calouste Gulbenkian atesoraba su colección artística antes de fundar la institución lisboeta que lleva su nombre. Cierta noche, un tanto agitada, el ya adormecido artista es despertado por unos ruidos inquietantes, que le acabarán llevando frente al espectro de Gulbenkian, empeñado en contarle los pormenores de su colección. Este truco literario para dar vida a los más conspicuos tesoros de la colección Gulbenkian y a la interesante personalidad de éste, gira, sin embargo, sobre el género de las naturalezas muertas, que, junto al de los paisajes, eran los tradicionalmente menos valorados y, a su vez, los que nosotros más apreciamos, quizá porque la fugacidad y el tránsito los sintamos ahora con mayor perentoriedad.
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