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Columna
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Conciliar

Mi casa linda con una guardería, o escuela infantil, como se llama ahora. Si esta circunstancia se hubiera dado en Estados Unidos, quien nos vendió la casa debería haberlo advertido. Para los americanos que no están en edad de criarlos, los niños son altamente molestos. A mí los niños chicos me enternecen. Una vez que he conseguido transformar su bullicio en el ruido de fondo que cada casa tiene, mi casa no sería la misma sin ellos. Como los arbolillos del patio, los niños me avisan puntualmente de las estaciones. En verano hay una remesa nueva de bebés que por la mañana maúllan como gatos, contagiados unos por otros. Algunos llaman a su madre desesperadamente. Me parten el corazón. El llanto se desvanece con la comida y luego, tras el silencio de la siesta, canturrean distraídamente un disco de canciones infantiles. A veces me he descubierto escribiendo sobre Obama, el aborto o la corrupción inmobiliaria mientras tarareaba El señor Don Gato. Los escritores con hijos sabemos que es compatible.

En primavera o en otoño, sus vocecillas se mezclan con el jaleo de los pájaros que vienen a disputarse el pan que les ponemos. En invierno se les oye menos, porque pasan el día dentro, protegidos del frío. Yo los veo entrar y salir, acolchados como astronautas, con gorros y bufandas a modo de escafandra; los ojos muy abiertos, asustados por la mañana, cansados por la tarde. A veces se nos cuelan los villancicos. La gente se burla de los villancicos. Se olvida de lo que nos gustaban a los niños las canciones estacionales y de lo educativo que es cantar.

Ayer tarde, a través de la verja, vi a un niño y una maestra cantando que hacia Belén iba una burra. Debía de ser el último niño. Una joven cruzaba la calle corriendo y llamó al timbre de la guardería jadeando. Era yo misma hace 20 años, cuando conjugaba a diario el verbo "conciliar".

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