'Malotes' desfasados
The Prodigy agita 11.000 almas en el Palacio de los Deportes con su electrónica desbocada y a piñón fijo
¡Ah!, el tiempo, qué dimensión tan puñetera. Irrumpe Keith Flint en el centro del escenario, eternamente peleado con su peluquero y con la sección de bisutería de los grandes almacenes, y cae uno en la cuenta de que casi han transcurrido 20 años desde Charly, el pepinazo aquel que inauguró las andanzas de estos espasmódicos tarambanas ingleses de la electrónica enloquecida. Y, claro, la perspectiva vital ha variado. Aquellos bakalutis de primera generación, los mismos que fardaban con las casetes de The Prodigy cuando iban al pueblo y aparcaban los fines de semana su Golf en las inmediaciones de Radikal, ejercen hoy de padres atribulados, no saben cómo demonios amortizar alguna letra de la hipoteca y dejaron de hacerse tatuajes tribales porque las agujas, a estas alturas de la película, empiezan a darles como repelús.
Predominó tanto la elegancia y el matiz, como en el manifiesto de los internautas
A variaciones sobre el mismo tema les dan títulos como 'Omen', 'Warriors dance'...
De acuerdo, no nos dejemos llevar por el maximalismo. Radikal trasladó los bártulos de Alcalá a Toledo, así que muy poca de aquella antigua clientela tendrá humor, paciencia ni gasolina para alcanzar la ribera del Tajo. Y sí, ya se sabe: siempre nos quedará el Fabrik, y ¡que viva el poligonerismo fuenlabreño! Pero había de todo anoche en el Palacio de los Deportes, y no sólo esa franja poblacional que ya comienza a mirar con inquietud la cifra de los triglicéridos. Estaba también, sin ir más lejos, todo ese niñerío hispalense que se puso a brincar a las puertas del recinto al pintoresco grito de "¡Esto es Sevilla, y aquí hay que mamar!" Alguno de ellos a duras penas habría acabado el COU. O como se le llame a eso ahora.
La electrónica y las pistas de baile siempre fueron elementos propicios para la integración, así que jovenzuelos y viejunos decidieron desde el primer minuto que podían compartir sudores, apreturas, agitaciones, puños al aire y, oiga, lo que a cada uno buenamente se le terciara. Que la vida está achuchada y ya bastante fresquete y contaminación navideña hay fuera como para desperdiciar un viernes noche de farra.
The Prodigy siempre constituyó una buena alternativa al respecto. Fueron de los primeros en democratizar (y dignificar, rara vez) el chunda chunda y el hip hop más saltarín, hasta entonces restringidos a los más selectos círculos del extrarradio. A día de hoy, en Máxima FM te sacuden las sábanas de encima al compás de una cosa titulada Sexy bitch. En comparación, la alternativa de Invaders must die, la reciente resurrección discográfica de los de Essex, casi podría confundirse con la Heroica de Beethoven.
Flint y Maxim Reality pueden permitirse arrancar con media hora de retraso porque nadie se impacientará. La fiestuqui electrónica (rave, dicen las autoridades en la materia) ha comenzado mucho tiempo atrás, ya sólo con esa música de sala idónea para quemar las primeras calorías e irle preguntando el nombre al vecino de enfrente. Atronan a las 21.55 los primeros compases de Worlds on fire (en medio de una densa capa de humo, capten la sutil metáfora visual) y ya desde el primer instante queda claro la que se nos avecina: sacudidas furibundas, guitarras gripadas, caña al mono y tanto gusto por la elegancia y el matiz como un manifiesto de internautas. Ni descansan un segundo ni parecen cambiar de canción, aunque, caramba, el repertorio oficial desgrana hasta docena y media de títulos diferentes.
No, tampoco es cuestión de llevarse las manos a la cabeza. The Prodigy es una banda ramplona que trabaja a piñón fijo, pero en la vida hay tiempo para casi todo; incluso para perderlo. Los oficiantes ingleses se ganan el sustento gritando "fucking" cada tres palabras, dando carreritas de un extremo a otro y practicando unos giros aeróbicos muy meritorios en esa siempre delicada franja de la mediana edad. Sus fieles se lo agradecen mandando a la porra las butacas y bailando como posesos, con independencia del garbo de cada cual. ¿Todos contentos? Todos contentos.
A las variaciones sobre el mismo tema se les atribuyen títulos como Omen, Warriors dance, Breathe o, el más mítico de todos, Firestarter. A esas alturas de la noche, el graderío desbocado ya ha deado vía libre a ese malote que todos llevamos dentro. Las sirenas de extrarradio agitan sus flequillos de Cleopatra, los niñatos presumen en pleno diciembre de sudadera sin mangas y en el ambiente flota una mezcla inclasificable de costo y axila rebelde. El éxtasis maquinero tiene estas cosas.
Hay gente para todo. Bastante: 11.000 almas, entre chavalitos y carcamales, para llenar un concierto de The Prodigy, sin ir más lejos. Otro gran triunfo de la alianza digital. Seguramente, muchos acudirían sólo por complacer a esos gurús del expolio que dicen promover el pillaje para testimoniar su indisimulado respeto por la diversidad y la creación. Los asistentes de anoche, eso sí, no tenían tanto pedigrí. La diferencia entre un gurú y otro que no lo es estriba en que, mientras intentas conversar con el primero, éste anda mandando mensajitos por el Twitter.
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