Pierre Harmel, político belga de la vieja escuela
Ex primer ministro, abogó por el diálogo en la guerra fría
Pierre Harmel, europeísta de la vieja escuela, ha muerto al tiempo que Alemania y Europa celebraban los 20 años de la caída del Muro y sin llegar a ver, aunque quizá ya lo intuyera, que su correligionario Herman van Rompuy iba a convertirse en el primer presidente permanente del Consejo Europeo. El acercamiento entre el Este y el Oeste y el fortalecimiento de la hoy Unión Europea fueron dos de las ideas motrices de este apreciado hombre público belga, fallecido el 15 de noviembre en Bruselas, a los 98 años.
"Sus criterios, su cortesía y su sentido del interés general siempre me impresionaron", decía Van Rompuy en un elogio fúnebre, "simbolizaba la tolerancia y el compromiso". Harmel pertenecía a esa raza de políticos de antes, con visiones de amplio horizonte que dejan aún más en evidencia el vuelo gallináceo de los actuales profesionales del negocio. Quizá porque tuvo una vida de sufrimiento y sacrificio y hubo de ascender desde las cenizas. Su casa de infancia en Lieja fue destruida en la I Guerra Mundial y en la segunda perdió a su hermano Roger, monje benedictino, en el campo de concentración de Blankenburg.
Fue a partir del fin de la contienda cuando entró en política alineado con el partido socialcristiano, lo que crea un periplo vital de tres tercios prácticamente iguales, con el último, desde 1977, fuera de la escena pública.
Pero la treintena de años transcurridos entre 1946 y 1977 fue tan febril que Harmel estuvo en todos los frentes. Primer ministro, cinco veces ministro, presidente del Senado y senador, consejero y amigo -discrepante cuando hacía falta- del rey Balduino, Harmel era el único hombre público que conoció al soberano desde que ascendió precipitadamente al trono en 1951, en las dramáticas circunstancias de la Cuestión Real (por la ambigua relación de su padre, Leopoldo III, con los nazis, saldada con un referéndum con ominosas tensiones civiles) hasta su muerte en 1993 en Motril.
Hombre de diálogo y consenso, Harmel intervino en la guerra escolar que se libró en la década de los cincuenta entre católicos, con quienes estaba alineado, y laicos, resuelta con un feliz acuerdo para la convivencia que él luchó intensamente por alcanzar. Resuelto ese conflicto, se lanzó a la enconada batalla identitaria entre flamencos y valones, que dio, entre otros frutos, el de la frontera lingüística que marca (salvo algunas conflictivas motas territoriales) las áreas de monopolio lingüístico en Bélgica.
Diálogo y distensión
Fuera de la pequeña escena nacional, el entonces ministro de Exteriores elaboró a mediados de los sesenta la llama Doctrina Harmel, que compaginaba una OTAN fuerte con el diálogo y la distensión con Moscú. Vincent Dujardin, historiador y biógrafo de Harmel, escribe: "En abril de 1990, Pierre Harmel fue el invitado de honor en un congreso internacional en Berlín dedicado a reflexionar sobre el futuro de Alemania. Tras hablar con Helmut Kohl, sugirió la posibilidad de que las dos Alemanias se reunificaran en el año 2000. Al día siguiente, Mijaíl Gorbachov hizo saber que tal reunificación le parecía factible. Luego el proceso se aceleró".
Y tan sólo seis meses después, Alemania volvía ser una. Para satisfacción íntima de uno de los grandes hombres de la década de los sesenta.
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