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Columna
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Economía de ladrillo

Reconozco de antemano que ando últimamente un poco irritable a causa del lamentable estado en que se encuentra este país, en general; pero, como la alternativa de trasladarme a otro mucho más civilizado (y, por tanto, más al norte) está totalmente descartada, porque allí hace mucho frío, y además nunca sale el sol, rogaría encarecidamente a quienes tienen en sus manos la posibilidad de moderar, arreglar, suavizar (o como diablos quieran llamarle) todo este desaguisado, que lo hagan, por favor. Y cuanto antes. Más que nada porque, de seguir ser así, podemos acabar todos en el sillón del psicoanalista, como los americanos divorciados de los años setenta.

No les pido grandes ideas, ni gestos heroicos, ni siquiera que trabajen más horas de las que ya lo hacen. Me conformo sencillamente con un poco de sentido común y sensatez. O sea, cosas tan simples como estudiar un poco e informarse antes de sentenciar que "es esto o aquello lo que hay que hacer para salir de la crisis", reflexionar unos segundos antes de responder al adversario político, escuchar respetuosamente lo que dice su interlocutor, por si es algo interesante (a veces ocurre), leer algún libro de vez en cuando, predicar desde el púlpito sólo para los fieles que acudan allí voluntariamente, y algunas otras pequeñas hazañas similares.

Ya he escrito alguna vez sobre las calamidades generadas por este síndrome de posesión de la verdad tan extendido entre los españoles de toda clase y condición. Hoy les toca el turno a todos aquellos sesudos comentaristas y avezados políticos que muestran desde hace tiempo una extraña unanimidad acerca de los desastres generados por la "economía del ladrillo". Algo que, según su enjundioso análisis, es una "cosa muy mala".

Aparte del hecho manifiesto de que esto no lo decían antes del estallido de la burbuja (de la que todo el mundo, también ellos, se benefició), y de que, además, la mayor responsabilidad de ésta no estuvo nunca en manos de los propios constructores y promotores, sino en quienes les facilitaron el glorioso camino a la perdición (fundamentalmente, comunidades autónomas y ayuntamientos) a través de una retahíla de leyes y planes urbanísticos ajenos a toda lógica de sostenibilidad, lo cierto es que la reiteración del mensaje ha ido extendiendo una imagen tan lamentable de las empresas del sector de la construcción, que sorprende que éstas no den la cara e intenten recuperar el escaso prestigio que algún día tuvieron.

Y no es que estén exentas de culpa. Hace tiempo que debieron asumir estrategias de negocio mucho más sostenibles (como reclamaba, desde 2001, la Comisión Europea, en el marco de su estrategia de Responsabilidad Social), dijeran lo que dijeran los políticos de turno. Pero como esto ya no tiene arreglo, sugiero que retomen el asunto de cara al futuro e intenten demostrar a la sociedad, con hechos, que ellos ya no quieren formar parte, nunca más, de la "economía del ladrillo" sino de la economía de la innovación, la habitabilidad y el bienestar del ciudadano. Pueden, y, sobre todo ahora, deben hacerlo.

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