Paisaje después de la crisis
A pesar de la complejidad de los problemas económicos que afrontamos, de esta crisis también saldremos. A diferencia de otras anteriores, ésta va a dejar problemas que permanecerán con nosotros bastante tiempo, y cuya gestión no será fácil.
Uno se relaciona con el tipo de crisis "a lo Schumpeter" que estamos viviendo, y con los niveles de desempleo que veremos después de la recuperación. Otro, muy distinto y más permanente, será la necesidad de reconstruir los fundamentos morales de la economía de mercado, o si lo prefieren, del capitalismo.
Hasta ahora la atención de la opinión pública y las autoridades monetarias y económicas ha estado centrada en evitar dos riesgos. Por un lado, la quiebra del sistema bancario. Por otro, una depresión económica comparable a la de los años treinta. Es acertado que haya sido así.
En esta crisis lo que está en cuestión son los valores, las reglas y las instituciones que regulan nuestra economía
La similitud con los años treinta ha puesto de actualidad el pensamiento y las políticas recomendadas por el gran economista inglés de la primera mitad del siglo XX, John M. Keynes. Fue el que mejor supo explicar por qué la economía de mercado puede pasar, de repente, de la euforia a la depresión. Para evitarlo, recomendó programas de gasto público para estabilizar la economía en tiempos de recesión y recuperar la confianza en el futuro.
Ésta es una crisis keynesiana. Por eso, tras algunas dudas iniciales, los gobiernos se han decidido a utilizar el dinero del contribuyente para salir al rescate de la banca y llevar a cabo programas de gasto público para sostener el consumo y el empleo.
Y la solución keynesiana funciona. Se ha evitado lo peor y las grandes economías reaccionan ya a los estímulos, empezando por China, Alemania y EE UU. Y otras, como España, ya han frenado su caída libre.
Pero ahora que el pulso vuelve a las venas del cuerpo económico, autoridades y opinión pública pueden cometer el error de creer que todo volverá a ser como antes, y que el empleo retornará, de forma rápida y automática, a los niveles anteriores y a las mismas actividades productivas.
No será así. La razón es que ésta es también una crisis schumpeteriana, que va a requerir una fuerte reconversión en el tejido productivo y que, probablemente, va a provocar una nueva oleada de desempleo que permanecerá durante largo tiempo.
Contemporáneo de John Maynar Keynes, el gran economista austriaco Joseph Alois Schumpeter, emigrado a Estados Unidos en los inicios del nazismo, fue el primero en explicar el efecto que la innovación tecnológica y organizativa tiene en las grandes crisis del capitalismo. En las crisis que transforman su naturaleza.
Para Schumpeter, la innovación tecnológica es como un vendaval sobre la economía, que, a la vez que derriba actividades y modelos de negocio obsoletos, libera fuerzas y energías que hacen que aparezcan nuevas actividades y formas de organizar las empresas. Imagínense lo que significó para la economía de la época de las carretas la aparición del ferrocarril; o la electricidad para la sociedad de las velas de cera y el quinqué.
La innovación técnica y organizativa da lugar, en palabras de Schumpeter, a procesos de "destrucción creadora". Como el dios Jano, tienen dos caras. Una cruel y destructiva, que derriba lo obsoleto y provoca paro. Otra amable y creativa, que trae oportunidades y nuevas formas de empleo.
Esta crisis, además de keynesiana, de pérdida temporal de apetito de consumo, es también schumpeteriana, transformadora. Lo advertiremos a medida que la recuperación se consolide y veamos más claro el paisaje que queda después de la crisis.
Los damnificados serán especialmente los trabajadores sin empleo. Y, si no lo hacemos bien, probablemente serán muchos, porque, como estamos viendo, hasta las empresas que tienen buenos beneficios están destruyendo empleo.
Por eso no es suficiente con programas de gasto y con la reestructuración de bancos y cajas. Es necesario también favorecer una profunda reconversión de nuestro tejido empresarial. Nuestra economía descansa sobre sectores maduros. Pero maduros no quiere decir podridos. No es un problema de sectores, es de empresas eficientes e innovadoras.
Necesitamos políticas de reestructuración, como en los años ochenta. Pero también un diálogo social y unas relaciones laborales innovadoras en el seno de las empresas que faciliten la formación y el reciclaje de los trabajadores desde viejos a nuevos empleos. Tenemos que evitar que la única forma de hacerlo sea mediante destrucción de empleo. De lo contrario, veremos cómo una nueva capa "geológica" de paro de larga duración vendrá a añadirse a la que aún permanece de aquellos años.
Pero éste no es el único problema permanente que nos va a dejar esta crisis. El otro, es la quiebra de valores. Pero no los de las clases trabajadoras, sino los de ciertas élites financieras, corporativas y políticas. La corrupción, fraude, abuso, desigualdad, injusticia, desconfianza es de tal naturaleza que, si queremos mantener la legitimidad social de la economía de mercado y la eficacia de las reformas y las políticas económicas, tendremos que reconstruir una política del bien común. Una política que reduzca las desigualdades, fomente la fraternidad y el sentimiento de justicia, y sirva de cemento entre los que "tienen" y los que "no tienen".
En la crisis de 2001 o en la de 1992 se discutía sobre la orientación ideológica de las políticas macroeconómicas. Ahora lo que está en cuestión son los valores, las reglas y las instituciones que regulan nuestra economía. Esto es más serio.
Pero, si les parece, de este elemento del paisaje les hablaré en otro artículo.
Antón Costas Comesaña es catedrático de Política Económica de la UB.
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