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Columna
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Escultura

Para los antiguos, no era la estatua una cosa baladí. Se trataba nada menos que del ingreso en la inmortalidad, en el club exclusivo de las ideas platónicas: un rostro amasado con el precario material de la carne y el hueso era fundido en bronce o tallado sobre una roca, de modo que pudiera desafiar a los dientes de los gusanos. La ocasión de convertirse en patrimonio de la memoria universal no se le ofrecía a cualquiera; sólo los atletas que obtenían un número estipulado de coronas de laurel eran elevados a los pedestales y flanqueaban con sus tobillos de mármol la carretera que entraba en Olimpia; sólo los poetas victoriosos en media docena de certámenes contaban con autorización para donar sus rasgos al cincel y la espátula, y sólo por eso nos han llegado testimonios medio fidedignos de la amplia frente de Sófocles o la mandíbula indecisa de Eurípides. La escultura, al trabajar con medios más resistentes que el óleo, la arcilla o las palabras de los hombres, se considera un arte eterno: por ello civilizaciones, dictaduras, academias y estadios le han confiado lo más valioso de cada uno, para preservar (para intentar preservar) un minúsculo átomo de gloria de las estruendosas avalanchas de la Historia, que todo lo hunde bajo su cauce. Pero finalmente también las estatuas sucumben. No hay más que recordar aquellas ciclópeas escombreras de los países del Este donde se arrumbaron Marx, Engels y Lenin de hierro negro, o el famoso poema en que Shelley homenajeaba a un viejo emperador del pasado, el gran Ozymandias. En el momento en que se cruza con él en el desierto, Ozymandias es tan sólo un penoso bloque de piedra ahogado hasta la boca por las arenas. Shelley cree oír hablar al tiempo a través de los labios de ceniza: Look on my works, ye Mighty, and despair! O sea: "Mira mis obras, oh Poderoso, y desespera".

La ciudad de Sevilla cuenta con la considerable población de doscientas diez estatuas entre sus parques, avenidas y glorietas: es decir, aproximadamente una estatua para cada cuatro mil habitantes de carne y hueso. Siguiendo el rastro de dichas estatuas por las esquinas, uno puede reconstruir una especie de mapa mental, una suerte de inventario donde han quedado fijados mineralmente los esplendores y las lealtades de esta urbe tan afecta a las paradojas. No resulta difícil dar con ellas: otean desde las bifurcaciones como francotiradores, miran pasar el tráfico desde la ribera del río o espían a las señoras que beben café en los veladores. Una exploración rigurosa nos llevará hasta los grandes mitos de nuestra literatura, como Don Juan o Carmen, nos hará reparar en graves personalidadesº de la historia local del talante de Juan de Mañara y la infanta María Luisa, o recordará los vínculos que unen al antiguo Puerto de Indias con lo que un día fueron posesiones de ultramar, como Simón Bolívar o el general San Martín. Es curioso constatar la ausencia de nombres sonoros de la poesía que nacieron o realizaron su labor por aquí cerca: ni Machado (ninguno de los dos), ni Cernuda, ni Salinas ni Aleixandre (que me corrijan si yerro) tienen peana ni placa. Por contra, contamos con una legión de personajes prescindibles a los que la erección de un monumento parece un acto de disparate o chufla: toreros de los que mejor no hablo, madres, hermanas o cuñadas de monarcas reinantes o no, pontífices que alguna vez pasaron rodando por alguna calle, santos de patio de vecinos y cupletistas con las que la memoria se hace un lío. A ese elenco viene a sumarse ahora, nada menos que en los Jardines del Cristina, la duquesa de Alba, Medalla de Oro de la ciudad y, por cuanto parece, un personaje cenital en la historia de nuestras calles. Quizá de su boca se pueda oír, como en los versos de Shelley: mira las obras del ayuntamiento, oh mortal, y desespera.

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