Nombrar la muerte
Narrativa. En la leyenda vikinga hay árboles con ancianos colgados de sus ramas. Son suicidas orgullosos de ese acto que les exilia de la vida pero que les permite participar con Odín en el Gran Banquete. Dicen que todo eso ocurrió hace tiempo, en los bosques de Upsala. Leo y veo esa imagen impactante: cadáveres balanceándose en el viento del tiempo pues nadie los descuelga.
Los bosques de Upsala es el título la última novela de Álvaro Colomer (Barcelona, 1973) un libro que atrapa con irónico desasosiego y que habla sobre una muerte que apenas se nombra, el suicidio. La novela comienza cuando Julio, el protagonista, entra en su piso. Una vivienda cuya distribución en forma de cruz es metáfora de calvario. Al final del pasillo, la terraza. Elena, la mujer de Julio, no aparece, pero sabemos lo que ha dicho: algún día cogeré carrerilla, llegaré al final del pasillo, tomaré impulso y me lanzaré al vacío desde la terraza. Para ella el piso está vinculado a la muerte. Hoy, es decir, en la primera página del libro, la pareja celebra su quinto aniversario. Quien nos cuenta es Julio y en confesión prolongada hablará a quien atentamente lee con voz que atrapa y que suena cabreada, triste, pero también amorosa. Señalará la brutalidad del dolor que aflige a quienes persiguen su propia muerte, pero no escatimará palabras para decir de la vulnerabilidad de quienes le acompañan en el camino, de quienes intentan sacarlos de su abatimiento. Movimiento vano pues sólo utilizan el consuelo de lugares comunes.
Los bosques de Upsala
Álvaro Colomer
Alfaguara. Madrid, 2009
206 páginas. 18 euros
La propuesta de Colomer, que ya habló de muerte en La calle de los suicidios y Mimodrama, es atractiva y narrada con solvencia y sobriedad. Y están en ella la ironía y la amargura para describir muy bien la compleja desesperación de quien sufre por no poder irse y de quien teme no poder evitar la partida. Julio, un entomólogo estudioso del mosquito tigre, se irá convirtiendo en protector y verdugo de su propia esposa: la vigilará, reducirá su espacio y convertirá su casa en una cárcel, del mismo modo que fabricará jaulas para su obsesión científica. La fluidez y el buen ritmo de Colomer para hablar del suicidio no ocultan ni la dureza del proceso ni las estadísticas ni el maléfico abrazo que envuelve a quien ha sido alcanzado por el dardo de la depresión. (Depresión es una palabra que William Styron en Esa visible oscuridad describe dotada de "tonalidad blanda y carente de toda presencia magistral". Styron prefiere la palabra melancolía y todo lo que evoca). La melancolía no encierra una enfermedad mental y en el libro de Colomer se señala la depresión como una enfermedad física, y pone el contrapunto de otro suicida, Juan, el hermano de Elena. Qué bien el personaje y esa voz que da fiereza al incomprendido y subraya tanto la soledad del pensamiento mortal como el gesto soberbio de quienes se creen a salvo. Y en pugna constante se va pergeñando el mapa de las preguntas sin respuesta. Dice Elena: "No sé por qué quiero morir, pero no puedo dejar de desearlo". Así pues, buena escritura y buena lectura para las luces y las sombras de una muerte que en Los bosques de Upsala sí se nombra. Postergada la depresión y en avance la melancolía.
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