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Reportaje:IDA Y VUELTA

Músicas de un siglo

Antonio Muñoz Molina

A Gustav Mahler le gustaba pasear por Nueva York con una libertad de la que nunca había gozado en Viena, y asomarse a mirar el cielo y la agitación de las calles desde las ventanas altas de los edificios. Le entusiasmaba el metro, que en la época de su llegada a la ciudad era una innovación muy reciente, y prefería tomarlo o caminar por la calle en vez de viajar en el automóvil con chófer que le correspondía como director de la Filarmónica. Asistió a una sesión de espiritismo en el gabinete de una vidente célebre y en un callejón de Chinatown se atrevió a internarse en un fumadero de opio. Nos cuesta imaginar a este héroe de la más densa cultura europea sumergido en América: las gafas de pinza, la frente enorme, el cuerpo desmedrado, su figura reconocida con asombro por un músico en un vagón de metro o apareciendo entre el tumulto de Broadway. Pero en Nueva York debió de vivir en ese estado entre de alerta y de inminencia que la ciudad provoca muchas veces en quienes llegan a ella, exaltado por el alivio de estar lejos de una Viena que se le había vuelto irrespirable, volcado en el descubrimiento de una nueva energía que estaba latiendo a su alrededor y también dentro de sí mismo. Lo veo todo en una luz tan nueva, estoy en tal estado de transformación que a veces no me sorprendería encontrarme de repente en un cuerpo nuevo. Estoy más sediento de vida que nunca...

La historia, y la cita de la carta de Mahler a Bruno Walter vienen en un libro de Alex Ross que se titula originalmente The Rest Is Noise y que Seix Barral acaba de publicar en español llamándolo, de manera algo chocante, El ruido eterno. Alex Ross escribe de música con apasionamiento y claridad en The New Yorker: tiene el raro talento, inseparable del entusiasmo, de trasmitir con palabras la experiencia de un arte no verbal, con una vehemencia parecida a la que pone Robert Hughes escribiendo sobre pintura, y con una capacidad de explicar que a mí me recuerda la que encontré hace muchos años en el historiador del arte Giulio Carlo Argan. Hay historiadores y críticos que parecen empeñados en cumplir el dictamen de Nietzsche: enturbian el agua para que parezca más profunda. El crítico arrogante interpone su palabrería por delante de la obra a la que en el fondo quisiera suplantar, como ese guía charlatán que tapa con su corpulencia y su gesticulación el retablo o la capilla que nos está explicando. Alex Ross hace exactamente lo contrario: se enfrenta a una materia considerada oscura, ajena, en gran medida hostil, la música del siglo XX, y vuelve luminosa su dificultad al vincularla a los hechos históricos y a las vidas cotidianas, arrancándola de ese limbo de hermetismo y de ignorancia en el que por culpa de unos y otros queda casi siempre recluida, por culpa de un malentendido que curiosamente no afecta a otras zonas del arte moderno. Picasso y Stravinski trabajaron juntos y vivieron simultáneamente los periodos más fértiles de sus talentos creativos, pero Picasso es un artista que todo el mundo acepta y disfruta, mientras que Stravinski sigue envuelto, en la medida en que su nombre se reconoce, en un halo de rareza. La misma persona que sabe apreciar a Kandinsky, a Mondrian o a Paul Klee sentirá rechazo hacia Arnold Schönberg sin haberlo escuchado nunca. En las emisoras de radio y en las salas de conciertos, con muy raras excepciones, el siglo XX es un espacio casi en blanco, y su segunda mitad un completo vacío. Una mirada con algo de sensibilidad visual se dejará hechizar con un latido de estremecimiento por los espacios sucesivos de color que se van descubriendo gradualmente en un lienzo de Mark Rothko: pero para un oído contemporáneo la música que esa pintura inspiró a Morton Feldman resultará con facilidad incomprensible o irritante o simplemente tediosa.

Críticos, programadores, teóricos, legisladores de la modernidad, dividen la música en territorios estancos, en escuelas incompatibles entre sí: o tradición o vanguardia, o música popular o música culta, o ruptura o folclore. Alex Ross muestra que esas fronteras, tan queridas por los pedantes, o por los que aspiran a expedir certificados de vanguardismo o autenticidad, no han existido nunca para los músicos de verdadero talento, que son siempre más abiertos y más generosos que los discípulos fundadores de ortodoxias. En su placentero exilio de California Arnold Schönberg jugaba al tenis con George Gershwin, con Charlie Chaplin y con Paulette Goddard, que era entonces la mujer de Chaplin, y de la que Gershwin estaba enamorado en secreto. Cuando Gershwin murió, tan tempranamente, en 1937, Schönberg le dedicó un homenaje conmovido de admiración y amistad. Y Gershwin había compuesto Porgy and Bess teniendo muy presente el ejemplo del Wozzeck de Alban Berg, aunque algunos críticos crueles no le ahorraron la amargura de sugerirle que escribir ópera era un empeño muy por encima de sus posibilidades, y de que debería limitarse a componer canciones de Broadway. La originalidad tan moderna de Béla Bartók está enraizada en las canciones campesinas que recogía a principios de siglo en la grabadora de cilindros de cera marca Edison con la que viajaba tan trabajosamente por las montañas de Transilvania. Ahora cualquier bobada con acompañamiento de flauta o tamboril recibe la calificación prestigiosa de mestizaje: en 1889 Claude Debussy escuchó por primera vez, en la exposición universal de París, las músicas de Vietnam y de Java, y quedó tan influido por ellas como por las melodías arcaicas del cante flamenco. Steve Reich y György Ligeti se han inspirado en las polifonías vocales y rítmicas de Ghana y Tanzania. Las voces delirantes de la liturgia ortodoxa, los aires del jazz y del tango atraviesan la música de Stravinski, igual que el jazz y los ritmos africanos de Brasil están en los paisajes sonoros de Darius Milhaud.

El siglo XX es una fiesta incomparable de sonidos que chocan, se superponen, se suceden, la banda sonora de una historia cuyos abismos de trastorno y carnicería han sido tan reflejados por la música como sus grandes oleadas de entusiasmo y promesa. Un día de 1949 Charlie Parker estaba tocando el saxo alto en un club de Nueva York y al abrir los ojos vio en una mesa junto al escenario a Ígor Stravinski, y al cabo de unos segundos el caudal de su improvisación estaba incluyendo melodías de El pájaro de fuego. Antes de marcharse a América Gustav Mahler dirigió en Viena un Tristán e Isolda en el que el despojamiento de la escenografía resaltaba la sensación de distancia y letargo y obsesión sexual de la música y en las gradas más altas del gallinero un Adolf Hitler muy joven y hambriento cerraba los ojos en un trance de morbosa embriaguez. Las historias, las músicas, se encabalgan las unas sobre las otras, acaban componiendo el gran tapiz de los sonidos de un siglo: un continente en gran parte ignorado en el que será tan estimulante aventurarse como en las páginas de Alex Ross, leyendo y escuchando, dejándose guiar por ellas.

El ruido eterno. Alex Ross. Traducción de Luis Gago. Seix Barral. Barcelona, 2009. 800 páginas. 24 euros. www.therestisnoise.com/

Ígor Stravinski (1882-1971), fotografiado por Arnold Newman en 1946 en Nueva York.
Ígor Stravinski (1882-1971), fotografiado por Arnold Newman en 1946 en Nueva York.CORCORAN GALLERY OF ART/ AP / Arnold Newman

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