Apetito irresistible
Una de las razones por las que me gusta Manhattan es que allí cabe a menudo la posibilidad de ser el más delgado en un autobús abarrotado de gente. La sensación de sentirse (por comparación con los que le rodean) con aspecto famélico es una de las más estimulantes que puede experimentar alguien obsesionado por su sobrepeso, aunque sólo dure lo que el trayecto entre, pongamos, Riverside Drive y Union Square. Los motivos por los que han llegado a ser tan gordos los gordos de esta ciudad es algo que preocupa a las autoridades sanitarias y económicas, que han visto dispararse el número de patologías y gastos médicos vinculados al sobrepeso. De la extensión de esa preocupación al resto de la sociedad es buen indicador la enorme bibliografía acerca de la obesidad y las dietas disponible en las librerías. Se diría que todo el mundo se va a poner a régimen de un momento a otro en esta ciudad en la que, por sólo unos centavos de más, le upgradúan (el verbo se lo oí a un hispano en un restaurante de comida rápida) a uno el plato que ha pedido hasta convertirlo en una espuerta de comida con la que no podría ni el renombrado Pantagruel. Uno de los últimos best sellers sobre la obesa epidemia es The End of Overeating: Taking Control of the Insatiable American Appetite, publicado por Rodale. Su autor, David Kessler, ha sido uno de los responsables de la Food and Drug Administration, la agencia estatal encargada de velar por la seguridad de los alimentos y medicinas que se comercializan en Estados Unidos. Allí se hizo famoso, entre otras cosas, por su denuncia de la manipulación de la nicotina llevada a cabo por algunos fabricantes de cigarrillos para hacerlos más adictivos. En su nuevo libro demuestra que la industria de la alimentación también recurre a prácticas semejantes para estimular psicológica y químicamente el deseo del consumidor y aumentar su "apetito" por determinados productos, provocando lo que denomina "sobrealimentación condicionada". El cóctel de sal, grasas, azúcares y condimentos de laboratorio se utiliza para fabricar alimentos "irresistibles" que, convenientemente publicitados, se convierten en objetos de consumo habitual de muchas familias modestas. Y cada vez se diseñan más alimentos que no hay que masticar: se tragan sin esfuerzo y sin la pérdida de tiempo que supondría triturarlos. Son agradables y sabrosos. Y engordan muchísimo. Leyendo el libro de Kessler he sentido envidia de los anacoretas: sentaditos ante su cueva mientras los cuervos (tal vez en forma de libro) les acercan el diario sustento.
Negritudes
La temporada editorial barcelonesa se inició la semana pasada con la fiesta ofrecida por RBA con motivo de la concesión de su premio internacional de novela "negra". La bolsa -125.000 eurillos- se la llevó Philip Kerr, de quien recuerdo con especial agrado su entretenido thriller Una investigación filosófica (Anagrama, 1996), en el que la adorable inspectora Jakowicz perseguía a un asesino de nombre Wittgenstein cuyas víctimas se llamaban Locke, Kant, Spinoza o Bertrand Russell. Kerr también tiene el mérito de haber imaginado al estupendo sabueso Bernie Gunther, que deshace entuertos en la Alemania nazi y a cuya serie de aventuras pertenece la novela ahora premiada Si los muertos no resucitan, que pronto llegará a las librerías. Del mismo modo que hace un par de años parecía que sólo se vendía la novela histórica, hoy resulta que la narratividad más jaleada parece refugiada casi exclusivamente en la llamada novela "negra", que es la que se lleva la parte del león del exiguo presupuesto familiar destinado a la compra de ficciones de papel (incluida la prensa). En la fiesta coincidí con el profesor Rico, que además de ser personaje de las novelas de Marías, es un ente muy entenimentat (juicioso) de carne y hueso y de cuya conversación siempre me enriquezco. Hablome ante unas ahumadas maltas de las Highlands (en la fiesta de RBA la crisis sólo se notó en lo referente al alimento sólido) acerca de una colega petrarquista que en su todavía próxima juventud había militado en las Brigate Rosse. No entiendo por qué el profesor Rico -cuya fortuna personal ha aumentado considerablemente gracias a su dedicación a lo literario- no ha comprendido el potencial novelesco que encierra un personaje semejante. A mí me gustaría leer una novela negra -negrísima- escrita por Rico con una detective hecha a medida de esa nueva Madonna Laura profesoral y (previsiblemente) alocada de la que enseguida me sentí secretamente enamorado. El motor de la trama podría ser el espantoso asesinato de un académico, de un erudito o de una agente literaria. En la intriga -que transcurriría entre Florencia y Barcelona- estarían implicados periodistas (asalariados de Berlusconi) y un nacionalista catalán cuyo padre trabajó a las órdenes de (y fue humillado por) Galinsoga (el fascista de "tots els catalans són una merda", que dijo en castellano). Saldrían putas (finas) de la Bonanova y tiradas de la Boquería, velinas de Bari y promotores inmobiliarios de Caserta y Platja d'Aro. Y hasta Javier Marías tendría un cameo en un avión rumbo a Estocolmo. Una autoría como la de Rico afianzaría sin duda la tendencia al Professorenroman tan apreciable en la actual producción novelesca española. Si se da prisa podría quizás obtener el próximo RBA de novela negra. Y, de paso, persuadir a los organizadores de la conveniencia de restablecer la mesa con pinchitos de cocina que faltaba este año.
Rock
No creo que a Haulen Caulfield, el protagonista de El guardián en el centeno (1951), le hubiese impresionado la pintada "organiza tu rabia", que lee Martina, la protagonista y narradora de Deseo de ser punk (Anagrama), en las paredes de su instituto. Aunque su adolescencia también fuera un desierto, sus expectativas no eran tan limitadas como las de esta pariente espiritual y literaria. En la última -y, para mí, más poderosa- novela de Belén Gopegui, la música (cuando por fin la encuentra) es la que consigue organizar el malestar de esa adolescente a la que todos conocemos (ayer, sin ir más lejos, la vi en el metro) y le permite aventar su protesta en un mundo en el que se siente de más y sin futuro. En el país donde se registran los mayores porcentajes de fracaso escolar y de desempleo de jóvenes de Europa, y en el que -lo acabamos de saber- el 14% de los chicos entre 16 y 24 años ni estudia ni trabaja, Martina no es una (anti) heroína de excepción. Desde su soledad compartida en la calle, enarbola, como discurso con relieve, su música ni blanda ni pedigüeña. Si se sabe escucharla, comprenderemos su rabia. -
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.