_
_
_
_
_
OIGO LO QUE VEO
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Noël Coward o la vida como obra de arte

Hasta hace unos días estuvo abierta en el Museum of Performance and Design de San Francisco una exposición titulada Star Quality que rendía homenaje a Noël Coward en un contexto de curiosa recuperación americana del autor de Vidas privadas. Su inauguración coincidía con el estreno en Houston de Breve encuentro, la ópera de André Previn basada en la pieza teatral del propio Coward, además de con la vuelta a Broadway de Blithe Spirit, una película sobre Easy Virtue y la reedición de su correspondencia.

En una sala casi secreta se podían ver fotografías, manuscritos y cartas, pero también objetos personales como un par de batas de fular o unas zapatillas bordadas por Merle Oberon que nunca se calzó aquel actor, dramaturgo y cantante nacido en el sur de Londres y llamado por sus amigos The Master porque todo lo hacía bien.

Del pequeño papel en The Goldfish, cuando tenía diez años, a la foto en Las Vegas entre Judy Garland y Lauren Bacall habían pasado casi cincuenta, que empezaron el día que su madre decidió que ese niño tan guapo saldría de pobre y lo llevó a trabajar al teatro. A lo largo de ese tiempo surgen algunas obras maestras de un estilo quién sabe si de verdad recuperable. Y de tablas algo más frívolas canciones maravillosas como London Pride, Poor Little Rich Girl o Parisian Pierrot, que explican algo de una época -la de la Europa de los años veinte y treinta, la del mundo de después de la Segunda Guerra Mundial- y se escuchan desde aquí y desde ahora como algo demasiado lejano en la geografía y en la historia. La voz de Coward hace aflorar esa curiosa nostalgia por lo que no se vivió, ese deseo de haber nacido en otra parte y en otro momento, ese absurdo de querer ser más ajenos y más viejos de lo que somos, pertenecer al último tiempo que fue capaz de hacer promesas.

Noël Coward fue un duro trabajador de la escena, pero también alguien empeñado en hacer de la vida una pequeña obra de arte. Se fue cuando debía, justo antes de que hubiera que explicar qué es ese glamour -algo imposible de aplicar hoy en día a ninguna presunta estrella- que él poseyó con la misma naturalidad con que lo defendía, gratuito e indefinible. Triunfó y cayó clamorosamente y, cuando hizo falta, supo levantarse él solo. Tuvo amigos -con Gertrude Lawrence, Alfred Lunt y Lynn Fontanne podría escribirse una novela- y admiradores -Lawrence de Arabia-, le hicieron caballero de la Orden del Imperio Británico y murió rico y feliz.

En la Noël Coward Foundation dicen que todos los días, en algún lugar del mundo, se representa una obra suya o se canta alguna de sus canciones. Durante toda su vida le escribió a su madre una carta a la semana. Nunca olvidó que ella tenía la culpa de todo.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_