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me cago en mis viejos II

TREINTA

Total, que tenemos dos peces de colores en una pecera de agua limpia, sobre la mesita baja del salón. Vienen con instrucciones, como los que me cargué de pequeño. Conviene darles de comer lo justo y hay que echar en el agua unas gotas de anticloro, aunque si llenas una olla, el cloro se evapora en unas horas. El folleto no dice nada del agua mineral sin gas (ni con gas). Hipnotiza moderadamente verlos ir de un sitio a otro. El hombre invisible dice que elija uno y digo: Éste. Pues ése eres tú, dice el crío, y yo soy este otro. Una mierda, digo, yo no soy ningún pez, y el hombre invisible se echa a reír al ver mi rostro pálido. Y es que me da mal rollo la idea de que mi vida quede ligada a la de ese pez. Para terminar de cagarla, va el hombre invisible y dice con su cara de psicópata: A ver cuál de los dos se muere antes. Te vas a morir antes tú de la ostia que te voy a dar, gilipollas.

Qué coño nos pasa? ¿Por qué nos ha tocado a nosotros, y no a los demás, ser unos putos peces?

Aunque no dejamos de cocinar como locos para ocupar el tiempo y para tener lleno el arcón congelador antes de que se produzca el desabastecimiento, el hombre invisible comprueba de vez en cuando si los peces están bien. Y no sólo si están bien, pues ya no se conforma con eso, sino si están contentos. Están contentos, dice, y es como si estuviéramos contentos nosotros. Mientras doy vueltas a una bola de carne picada entre las manos, pienso que el hombre invisible y yo vivimos también dentro de una pecera desde la que observamos el mundo, y desde la que somos observados por él. ¿Qué coño nos pasa? ¿Por qué nos ha tocado a nosotros, y no a los demás, ser unos putos peces?

Por la noche, serán las cuatro o las cinco de la madrugada, me despierto y abro los ojos, y me quedo mirando las sombras que hacen sobre el techo las ramas de un árbol de la calle. Luego me levanto sin hacer ruido y voy al salón y me pongo de rodillas delante de la pecera, y es como si tuviera otra vez ocho o nueve años y aquellos fueran los peces de mi infancia y entonces uno de ellos -precisamente el mío- se pone a cagar y atraviesa el recipiente de un lado a otro con ese hilillo negro colgándole del vientre, y aunque no me hace mucha gracia, pienso que tampoco es para matarlo.

EDUARDO ESTRADA

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