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Columna
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Urbanismo de penalti

¿A algún deportivista se le ocurriría ahora encargarle a Djukic la ejecución de un penalti decisivo, o un celtista a Alejo? Pues eso es lo que pretende el Gobierno gallego con el urbanismo: dejarlo -todavía más- en manos de los Ayuntamientos. Con una diferencia a favor de Djukic y de Alejo: que sus errores, aunque de grandes consecuencias, fueron puntuales, y desde luego, involuntarios. Sin embargo, lo de los municipios y la ordenación urbana, sin entrar en la involuntariedad, es, salvo contadas y conocidas excepciones, la historia de un fracaso contumaz y en todos los órdenes posibles.

En lo que se refiere a la ordenación urbanística, tenemos ciudades con atascos crecientes pese a la población decreciente, densidades de población de metrópolis y servicios como el transporte público con menores prestaciones que hace décadas. Tenemos zonas teóricamente rurales con una planificación con resultados semejantes a arrojar un kilo de arroz sobre el tapete de una mesa de billar. Desde el punto de vista de la arquitectura, la destrucción y el desprecio del patrimonio y la escasez de medidas para paliar el llamado feísmo llaman la atención incluso a ciudadanos de países que quedaron arrasados en las guerras mundiales. La construccionorrea que es el asombro de Europa no ha servido, en contraste con la ley de la oferta y la demanda, para hacer la vivienda más accesible a los ciudadanos. Y lo que es todavía más sorprendente, aquellos que ya la tienen y necesitan hacer cualquier reforma descubren que es mucho más lento tramitar el permiso para remozar una cocina que levantar un conjunto residencial. En resumen, instituciones tan devotas de las obras han cosechado un fracaso cuádruple: urbanístico, arquitectónico, social y burocrático.

El desastre urbanístico es posible gracias a la permisividad de buena parte de la ciudadanía

Vamos ahora con los matices. Es cierto que el desastre hunde sus raíces en el franquismo y en la combinación letal de ignorancia, codicia e impunidad que imperaba en aquel tiempo. Pero ya entonces los mayores desafueros no se cometieron al abrigo de las leyes del sector, sino gracias a que saltárselas salía gratis a quien tenía el amparo de las autoridades locales. Y no parece que el establecimiento de la democracia haya minado la influencia de aquellos tres factores. También es verdad que la legislación urbanística es abstrusa, compleja y muchas veces poco adecuada a los tiempos. Y no lo es menos que los intentos de modernizarla, desde la Lei do Solo que promovió en su día Xosé Cuiña hasta las recientes Normas do Hábitat tuvieron la oposición de los ayuntamientos. En el primer caso incluso después de haber participado en su elaboración; en el segundo, protestando hasta contra la mejora de la calidad de las viviendas. Tampoco es que el caos urbanístico sea específico de Galicia, pero en toda la fachada atlántica, desde Tromsø (Noruega) a Sagres (Portugal), no hay nada comparable a nuestra desfeita.

Por último y quizá más importante, es evidente que este panorama es posible gracias a la permisividad -y la complicidad electoral- de buena parte de la ciudadanía, que ve la ineficacia, o incluso la corrupción, con fatalismo o con la coherencia de quien no critica que se cometan irregularidades porque espera poderse acoger a ellas, si llegase el caso. Posiblemente se deba a la herencia combinada de ser un país descabezado políticamente y con una exhaustiva ocupación del territorio, lo que originó el sentimiento de que "o que é de cada un é de cada un, e o que é de todos é de ninguén". Desgraciadamente, el presente institucional no es un catálogo de ejemplos a seguir. Decisiones como la de la Diputación de Pontevedra de adjudicarle sueldo de vicepresidente al ex alcalde popular de Gondomar, condenado por prevaricación urbanística y jefe de dos concejales sorprendidos cuando regateaban la extorsión a un constructor, son de un alto valor pedagógico para la ciudadanía: las leyes están para no cumplirlas, empezando por las autoridades, y en el infrecuente caso de que el asunto acabe en sentencia, aquí están las instituciones para poner a cada uno en el lugar que se merece. A los pirómanos, en el cuerpo de bomberos, como acredita, cambiando de siglas pero sin salir de Gondomar, la circunstancia de que el nuevo responsable de urbanismo, un concejal parasocialista, contruyó ilegalmente una nave.

Y finalicemos con las excusas. La primera, la de que los Ayuntamientos no tienen otros ingresos que los derivados de las licencias de obra, suena a aquello de que más vale pedir que robar. La segunda es que hay que respetar la autonomía municipal. Si fuese cierto el pragmatismo desideologizado del que hace bandera la Xunta, los Ayuntamientos podrían tener competencias en política exterior, defensa o acuñación de moneda. En cualquier cosa propia o ajena a lo municipal, excepto en urbanismo. Por aquello que dijo Mark Twain de que era mejor tener la boca cerrada y parecer estúpido que abrirla y disipar la duda.

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