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fundido en negro | relato

LA ORGANIZACIÓN

Era él. No cabía duda. Su mirada esquiva, su inocencia hostil. Universitario de aspecto impúber, sin compromisos sociales ni familiares. Delgadito, encorvado, poca cosa, con una barba mal definida, greñas confusas sobre unas gafas de pasta, camiseta con dibujo manga, pantalones que dejan ver sus calzoncillos de marca.

Tenía que matarlo. Tenía que destrozarlo con mis propias manos, apedrearle, asfixiarle, o al menos hacerle muchísimo daño antes de que muriese. Sé que él no era el verdadero culpable, que detrás de toda esta pesadilla se escondía una organización inaccesible. Pero alguien pagaría por ello, alguien tenía que morder el polvo, sufrir en su carne el dolor de esas interminables horas de humillación.

Me atendió con su melifluo y pastoso tono de voz cuando fui a quejarme, cuando todavía creía que existía algún sentido en todo esto. Llegué a personarme en la central de la Gran Vía para explicarles la gravedad de mi caso con la vehemencia que merecía el asunto.

Me habían cortado todas las líneas telefónicas hace tres días. También había perdido el módem del portátil y las cuentas de Internet de casa, hasta el teléfono de mi pobre madre. Todo por un ridículo impago de 118,67 euros. ¿Sabía ese cretino la pasta que me gastaba todos los meses? ¿Sabía que cometí el error de conectarme con el maldito módem desde el extranjero, y me crujieron 1.300 euros por ver un par de páginas porno? ¿Y que no me quejé? Allí, tras un mostrador ficticio e inútil, este ser ignominioso me abrió los ojos a la auténtica verdad: no hay manera de hablar personalmente de nada. En la inmensidad de ese edificio inteligente no había nadie con dos dedos de frente para atenderme, porque el negocio está concebido sobre esa perversa iniquidad: si quieres algo, llama por teléfono.

Tenía que llamar de nuevo. Dicen que cuando llamas, te contestan desde lugares lejanísimos, como Marruecos, o Chile. Quizá la solución se encontraba en Bolivia. Yo quería pagar, os lo juro, pero cuando me pasaban con contabilidad, ¡oh, Dios vengativo y cruel!, la comunicación se cortaba, o directamente me colgaban. Me aseguraron que no era suficiente con ingresar dinero en mi cuenta. No. Tenía que ingresar el dinero en La Caixa a nombre de la organización. Lo averigüé, tras veinticinco o treinta llamadas de una hora cada una, donde se me exigía, cada vez que me cambiaban de departamento, mis números de teléfono, el de mi madre, el del módem, el CIF de la empresa, mi NIF, el número de la cuenta que daba problemas, incluso el nombre del responsable. Sí, yo sería el responsable, pero de un asesinato.

Pagué en La Caixa. Pagué, pero no ocurrió nada. Nada se activaba. Mi vida se desmoronaba porque la información no conseguía cruzar las fronteras inabarcables que definían cada maldito departamento, cada célula de ese organismo demoníaco que controlaba el mismísimo universo. Sin embargo, la infinitud no es un atributo divino que detenga a los impíos. Yo quería vengarme, quería responder a la injusticia, al sinsentido.

El plan era el siguiente. Cuando cruzase por el chiringuito le golpearía con mi iPhone en la frente, repetidas veces, hasta atravesar su cráneo y ver los widgets brillar como una feliz idea en su cabeza. Enterraría su cuerpo en la playa, allí donde se encuentran los servicios, esos que funcionan con productos químicos. La corrosión destruirá las pruebas. Le esperaba oculto, tras mi toalla de las Bratz. ¿Quién sospecharía de mí, así ataviado? Lo primero de todo sería subirle los pantalones hasta que el cinturón cubriese los pezones. Eso generaría una presión considerable en sus genitales y aprovecharía la confusión para tirar de sus patillas hasta arrancárselas de la piel. Posteriormente le pediría el NIF, y el CIF, y el PIF, y el PIN y el PUK de su móvil, y su nombre de usuario y su password, y todo lo que se me ocurriese, apuntando cada número en sus nalgas vírgenes con un punzón al rojo vivo. Por último le ensartaría el móvil en la cabeza, como el final de un ritual simbólico.

En ese preciso instante, me llamó mi madre, contenta porque le habían activado la cuenta. Oírla reír me detuvo, sumiéndome en una profunda reflexión. ¿Habrían activado el resto de las cuentas? ¿Me funcionaría el teléfono? Lo inicié justo cuando mi víctima cruzaba delante de mí, insolente. Efectivamente, vi aparecer las rayitas de la cobertura, y surgió, luminoso y radiante, el nombre de la organización. Las lágrimas me impedían ver con claridad. Me temblaban las piernas, y caí arrodillado en la arena. Dios existe, y es bueno. Dios me da la cobertura, me da la vida, y yo me negaré a mí mismo, una y otra vez, para ser digno de entrar en su Reino.

Álex de la Iglesia es director de cine.

CÉSAR FERNÁNDEZ ARIAS

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