_
_
_
_
Reportaje:ENTRE HERMANOS | Los Alonso

Gasolina quemada y tinta de imprenta

Los Alonso son tres hermanos de mérito. Fernando es el probador de los Airbus. Pedro Luis es médico, premio Príncipe de Asturias por su contribución a la erradicación de la malaria. Ignacio dirige la imprenta más antigua de Madrid

Juan Cruz

Cuando nos sentamos en el despacho de Ignacio, en la imprenta que fundó su abuelo Onofre en 1934, el menor de los tres hermanos Alonso contó lo que un día le dijo su hijo Nicolás, de 14 años:

-Cuando sea mayor quiero llevarme con mis hermanos como ustedes se llevan entre sí.

Los tres hermanos Alonso son Fernando, aviador, el hombre que prueba los Airbus, acaso el ingeniero aeronáutico más importante del mundo; Pedro Luis, médico, que desarrolla una ingente actividad científica para combatir la malaria, por lo que ganó el premio Príncipe de Asturias, e Ignacio, empresario, impresor, responsable ahora de la imprenta en funcionamiento más antigua de Madrid, la que fundó su abuelo Onofre.

La familia habla de todo, desde la comida y el Madrid hasta los proyectos de vida, pero no de política
Y ahora, los nietos: algunos vuelven a la imprenta y otros vuelan más lejos, y puede que hasta Maputo

Con nosotros están el aviador y el impresor; el hermano Pedro, el médico, interviene a través del teléfono, desde su base en Mozambique, pero se oye muy mal, y al cabo de un rato nos damos por vencidos, hablaremos con él luego. Así que aquí estamos, ante una mirada vigilante, tranquila y orgullosa. Escuchan con mucha atención, y con un orgullo que da brillo a sus ojos, Pedro Luis y Manuela, los padres, los abuelos. La presencia de los padres en la conversación produce una sensación especial, como si fueran los notarios de una alegría que sienten muchas veces... sin periodistas delante.

El único de los hermanos que tiene un centro fijo es Ignacio, "el listo de la familia", según sus hermanos; los otros vuelan, uno por obligación y el otro porque reparte su tiempo entre Barcelona y Mozambique, donde ha organizado la lucha contra la malaria como una batalla para la que no tiene desmayo. Se ven poco, pero desde hace unos años han bloqueado unos días de junio para encontrarse en Formentor, Mallorca, y repasar ahí la historia y la anécdota de la familia.

La madre, Manuela, es la organizadora silente de esos encuentros. Fueron educados para ser tranquilos; el padre lo es, la madre le sigue; la actividad frenética que desprenden los gestos de los hijos parece que tiene un punto de equilibrio, y de freno, en estos encuentros familiares. La simetría que se aprecia hasta en el tono de la voz con que se van montando unas conversaciones sobre otras los distingue como una seña de identidad. Y esa simetría ha llegado incluso a los números de la familia: los tres hijos han tenido cada uno de ellos tres hijos, y del mismo modo que los tres vinieron aquí, a esta imprenta, a aprender el oficio de la linotipia y de la tinta que inauguró el abuelo Onofre, los nietos que ha dado Ignacio a la familia vienen aquí todos los veranos a ganarse el derecho a decir que son como el padre, y como los tíos.

Ya la linotipia es una reliquia; sigue oliendo a tinta, y Pedro Luis, el padre, nos da un baño de realidad, cuando le decimos que huele a imprenta: "Huele a tinta de imprenta". Ahí está la linotipia, como un símbolo; dejó de existir cuando nació este periódico, precisamente, en 1976, y la había comprado Onofre, un dandi que dejó escritas unas memorias que su hijo dio a la imprenta, en 1934.

Junta a los Alonso esa educación familiar, espartana, rigurosa, enraizada en el ejemplo de la familia, en lo que ya hicieron otros. Y cuando se reúnen, una vez al año o cuando se tercie, hablan, dicen, "de lo que habla todo el mundo: del Madrid, de las comidas, nos metemos con nuestras mujeres, revisamos los planes de cada uno...". De lo que no hablan es de política, "porque cada uno tiene su opinión y aquí se forma un guirigay", pero sobre todo porque "el padre se pone nervioso si nos ve discutir". El padre mira y escucha; habla poco, tiene el aspecto del hombre que, en efecto, se sienta a escuchar lo que tienen que decirle los hijos antes de aventar su propia experiencia. Para ellos, y no sólo para el padre, es un orgullo que Ignacio decidiera seguir en el negocio familiar, que es como la piedra angular de su historia.

Ignacio lo sabe, los demás le están agradecidos. Como si hubiera conservado un trofeo que el padre no quería que desapareciera de su estantería. "Los tres podíamos haber volado, literalmente; y yo lo dudé mucho: me quedo, no me quedo. Y me quedé. A veces estoy hasta el gorro pero sólo me arrepiento cuando estoy hasta el gorro". Manuela creyó que la imprenta dejaría de existir cuando Ignacio hizo tercero de Económicas. "Éste se nos va". Pero el padre, dice Ignacio, hizo bastante para que me quedara, "pero sin decir nada". Pedro, desde Mozambique, y Fernando, el aviador, hablan de la lógica de esa decisión: "Ignacio es un gran trabajador, acababa de estudiar e iba a la imprenta; a nosotros nos ha enseñado a trabajar". Cada uno podría decirlo del otro, pero los dos lo dicen de Nacho: "Serio, responsable, trabajador... Pero eso fue lo que nos enseñaron nuestros padres".

En esa experiencia austera que los Alonso vivieron en casa de Pedro Luis y de Manuela había un respiro que fue la catapulta del aviador. Los domingos Manuela preparaba la merienda y se iban de camping... a la cabecera de pista de Barajas. El padre era un apasionado de los aviones, y acudía allí con sus hijos y con su mujer a verlos despegar. La pasión se fue trasladando a Fernando, el mayor, y ahora es uno de los grandes aviadores del mundo.

Hay una metáfora de esa pasión: el olor de la gasolina quemada en el momento del despegue de los aviones; Fernando habla de ese olor como otros podrían hablar del olor de la tinta o del sonido del balón en un campo de fútbol. Y no voló hasta que cumplió los 16 años, a Inglaterra. Pero el vuelo se desvió a Le Bourget, en Francia..., donde hace algún tiempo, precisamente, despegó para probar ese monstruo de los aires que es el Airbus A380... Fernando no recuerda que tuvo que decidir hacerse ingeniero aeronáutico; aquel olor a gasolina estaba ya en las venas, y con él volaría hasta en sueños.

El preferido, dicen los dos, era Pedro Luis, el que ahora trata de escucharnos desde Mozambique. Nacho era el sufridor, el que recibía las bromas de los mayores, y Fernando..., Fernando es el que lo cuenta. "Bueno, en realidad a todos nos trataron como se tiene que tratar a los chicos, a todos no se nos podía tratar igual... Ahora, dicho esto, Pedro era el niño bonito. Yo abría las puertas, y Pedro ya las tenía abiertas".

Desde donde estén, y Fernando y Pedro pueden estar en cualquier parte, los padres son "la preocupación que nos junta"; el padre lo explica: "Cuando nos metemos en el cine, tenemos que llamarles, para que no piensen que nos ha ocurrido cualquier cosa. Y cuando salimos del cine, volvemos a llamar". Ya ocurrió la edad en que los padres y los hijos se intercambian los papeles, y ya los padres son los hijos de los hijos.

Todos son muy autónomos, sin embargo. A este grado de satisfacción que surge de la simetría familiar contribuyen las mujeres de cada uno de ellos; las tres desarrollan actividades que prolongan o mejoran las de sus maridos, y de las tres hablan los suegros y los cuñados con una devoción que debe marcar también esas reuniones anuales que celebran en junio y que Pedro y Manuela esperan como agua de mayo. Ahí están, los 17, agarrando el trofeo inasible de una amistad tranquila, la hermandad.

Desde Mozambique, Pedro Luis lo corrobora. Pueden estar meses sin hablarse, sin encontrarse, pero cuando están juntos "es como si la edad se interrumpiera, o desapareciera, y entonces gritamos y hacemos el gamberro como cuando éramos chiquillos. La gente pensará si esos tres que enredan tanto en los restaurantes o en los aeropuertos son también esos tipos a los que se les supone cierta dosis de respetabilidad". El padre cree que para los 17 que ahora son en la familia la experiencia de los tres hijos les supone "una riqueza tremenda".

¿Y no les da miedo a los padres imaginar qué le puede ocurrir al aviador más arriesgado, el que prueba los prototipos? Nació para aviador, él lo incitó, hace lo que él hubiera querido hacer, dice el padre. "Y, además, Fernando cada vez hace menos locuras". "Y cuando las hace no te las cuenta", le dice Nacho. "Para qué las voy a contar, no les aporta nada. Ellos tienen asumido que lo que yo hago tiene el riesgo que tiene". A Manuela no le amarga saberle allá arriba. Ella no tiene miedo, los hermanos no tienen miedo. Y Fernando lo explica: "Si tienes miedo, no puedes hacer este trabajo, es de sentido común. Y si estás allá arriba y estás en una situación comprometida, también tienes que usar el sentido común, para salir como debes de esa complicación. Del riesgo que has corrido te das cuenta luego, cuando ya lo has resuelto. El miedo no es compatible con este trabajo".

Pedro Luis les llena de orgullo; "el Premio Príncipe de Asturias", dice Nacho, "fue un reconocimiento emocionante a su trabajo". Reconocimiento, no orgullo, dicen; Pedro, de hecho, lo dice así desde Mozambique: "Orgullo tiene algo de exhibición, y en mi familia funciona más el reconocimiento. Estamos contentos de ser hermanos, de ser hijos, reconocemos esa felicidad; no es orgullo, es reconocimiento".

En 2005 tuvieron varias ocasiones para exhibir ese reconocimiento, una alegría de estar juntos: Fernando probó en Toulouse el A380 y los padres celebraron sus bodas de oro... Manuela le preguntó al hijo: "Hijo, ¿seguro que ese monstruo va a volar?". Ese monstruo, 600 toneladas, voló. Allí, en la cabecera de pista, como años antes en Barajas, estaba esta familia simétrica abrazándose para celebrar que el piloto del monstruo era capaz de hacer lo que su padre le llevó a soñar.

Ahora vienen los nietos. Ya empiezan a volar; algunos vuelven a la imprenta, a ayudar en verano, otros vuelan más lejos. Pedro Luis, el hijo que hoy está en Mozambique, sueña con la posibilidad de que su ahijada Alejandra, hija mayor de Fernando, acabe sus estudios y pueda probar lo que él ya conoce, la medicina tropical, con la que ayuda a superar la malaria a cientos de miles de africanos, desde su centro de Maputo. Nacho muestra la imprenta como el milagro de una continuidad que al padre también le resulta satisfactoria y milagrosa... Fernando tiene 53 años, Pedro tiene 50, Nacho ha cumplido los 46. Aquí, sentados el mayor y el más chico con los padres, hablan del ausente: "Es un genio", dice Fernando, "pero no entiendo cómo ha llegado tan lejos, si no era nada trabajador". Bromas aparte, le dice Nacho, "fue siempre un tío muy organizado". "Sí, es intuitivo, improvisa, pero trabajar trabajar... Tú no eres tan intuitivo como Pedro, pero tú sí que eres un currante".

Los tres son distintos, eso es obvio, eso dice Manuela. "Fernando es recto, ordenado, constante, quizá no muy cariñoso, es el más despegado. ¡Y fue Top Boy siempre en el Colegio Británico! Pedro era desordenado y estudioso, iba a su aire. Muy solidario. Se enfrentó a los profesores porque habían echado a un compañero injustamente, y lo echaron a él también. ¿Y Nacho? Muy callado de pequeño, lloraba mucho ('¡lo único que podía hacer!', protesta Nacho); le hacían la vida imposible... Y era buenísimo jugando al fútbol".

¿Y el padre cómo los ve? Pues como la madre. Algo dice, sin embargo, que los demás corroboran: el negocio de la imprenta ya es otro, tiene que serlo, Nacho ha sabido manejarlo; el maestro, como llaman los hijos al padre, marcó las pautas, pero Nacho luego hizo lo que tenía que hacer, "con mucho éxito". Ahí sí dice el padre la palabra orgullo con todas las letras, y es que aquí está la piedra de la que partió esta simetría familiar que cuando eran sólo cinco se juntaban los domingos por la tarde para ver despegar aviones desde la cabecera de la pista de Barajas. La linotipia que está ahí abajo, mientras hablamos, es tan simbólica en esta historia como el olor de la gasolina quemada.

Nacho y Fernando, que sostiene un avión, en la imprenta de su abuelo Onofre. Nacho muestra una foto de Pedro, que se encontraba en Mozambique. 
Foto: Cristóbal Manuel
Nacho y Fernando, que sostiene un avión, en la imprenta de su abuelo Onofre. Nacho muestra una foto de Pedro, que se encontraba en Mozambique. Foto: Cristóbal ManuelCRISTÓBAL MANUEL

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_