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EXTRAVÍOS
Columna
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Despedidas

Un joven japonés de hoy, llamado Kaigo Kobayashi, que toca el violonchelo en Tokio, comprueba, horrorizado, que ha perdido su puesto de trabajo al disolverse la orquesta de la que forma parte, justo, además, cuando acaba de endeudarse fuertemente para adquirir un buen instrumento. Lo peor, sin embargo, es que, espoleado por la imprevista catástrofe laboral, se percata de que, en realidad, carece del talento suficiente para la exigente profesión musical que ha elegido, y, no sin mediar la cómplice aprobación de su solícita esposa, Mika, toma la drástica decisión de regresar a su ciudad natal, Hirano, sita en la prefectura de Yamagata, al frío noreste del país, y de buscar allí un nuevo trabajo. Ésta es, así, pues, la primera despedida que ha de afrontar Kobayashi como rectificación de su vocación, sin saber aún que lo que le depara el destino es dedicarse a la ceremonia del adiós definitivo, como es la del amortajador. El amortajamiento, como la interpretación musical, es un arte manual, y asimismo, como ésta, precisa de un talento más allá de la mera habilidad práctica. El violonchelo es un instrumento de madera con cuatro cuerdas a las que se hace sonar mediante la frotación de un arco sobre ellas, pero, por la peculiaridad física de su tamaño y de su forma, que se asemeja al perfil ondulante del cuerpo femenino, exige a su intérprete tocarlo como si lo acogiera sobre sí con un abrazo. El cuerpo de un difunto al que hay que amortajar se manipula como un instrumento, y, aunque se halla en una relación perpendicular con su eventual intérprete, es imprescindible que éste lo abrace también de mil maneras. El refinado rito funerario japonés, llamado otsuya, es mayoritariamente el budista de la cremación, que comporta un complejo proceso, en el que el lavado del cadáver (yukan) y su revestimiento blanco (kyôkatabira), los pasos más relevantes del amortajamiento, se hacen frente a los deudos, lo que sobrecarga el acto de una especial intensidad emocional, como ocurre con cualquier concierto musical público.

Pero el público que asiste a las exequias fúnebres de un ser querido no es el mismo que el de la grey de consumidores anónimos que han pagado una entrada para disfrutar de un espectáculo artístico, por lo que, en el primer caso, el amortajador debe escrutar, entre los deudos, la, a veces, controvertida imagen emocional que portan del fallecido, con lo que su interpretación del difunto no es simplemente la de colorear un retrato inerte, sino cazar al vuelo las impresiones causadas de lo que está haciendo y orientarse a partir de ellas. Se trata, en fin, de un trabajo, en el que la intuición y la sensibilidad del autor, así como su capacidad de empatizar con el torrente sentimental que le rodea, resultan cruciales. El refinado y sutil rito del amortajamiento japonés, tal y como se nos muestra en la intensa y hermosa película Despedidas (2008), de Yokiro Takita, tiene algo de performance, de pintura, de música, de ballet, de restauración..., todo, además, como se dice ahora, "interactivo", por lo que, en cierto momento de la visión del filme, su melodramatismo nada patético y, aunque parezca mentira, muy poco macabro, me hizo pensar en Seis personajes en busca de un autor (1921), de Luigi Pirandello, porque, en el fondo, todos los mortales, mientras vivimos, buscamos alguien que verdaderamente nos comprenda, el cual no se presenta hasta que estamos yertos, y éste ha de trabajar con los reflejos que dejamos en los demás, para hacer con ellos, esperemos, una obra de arte.

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