VEINTIUNO
El hombre invisible me timbraba de vez en cuando al móvil. Soy yo, decía, y se quedaba callado como un muerto. ¿Qué tal con tu viejo?, le preguntaba yo. Bien, decía él, y se callaba de nuevo como un putas. A veces, créetelo, nos quedábamos uno o dos minutos en silencio, cada uno escuchando la respiración del otro. Al cabo decía: Tengo que colgar. Pues que te den, le contestaba yo, y volvía a mis cosas. Pero juro que, aunque intentaba olvidarlas, aquellas llamadas de ultratumba me rayaban. Una tarde, mientras bajaba un cargamento de platos al arcón congelador, me descubrí haciendo cálculos de los días que faltaban para que el hombre invisible regresara a casa (su viejo había quedado en devolvérnoslo a finales de julio). En cuatro días tenemos al enano en casa, dije a mi hermana una noche, mientras cenábamos. Entonces confesó que le había reservado plaza para el mes de agosto en un campamento, al lado de Bilbao, donde lo hacían todo en inglés, eso dijo. Como yo no dijera nada, aunque lo de estudiar inglés en Bilbao me pareciera alucinante, ella sintió la necesidad de justificarse. También yo tengo derecho a unas vacaciones, dijo, o se dijo, en un tono que daba pena oír. En resumen, que había decidido irse con su novio a Punta Cana (es así de hortera la pobre). Yo seguí a lo mío, dándome cuenta de que mi silencio aumentaba su culpa, y entonces intentó cargarme el muerto. Si hubieras aceptado, dijo, irte con papá y mamá a la playa, el crío se podía haber ido con vosotros. Pero a papá y a mamá solos no se lo dejo, da mucho trabajo. El hombre invisible no daba ningún trabajo, era como un mueble el pobre, si lo sabría yo, pero no dije ni mu y ella continuó justificándose. Todo el año trabajando como una negra, decía, ¿y no voy a tener derecho a unas vacaciones que sean mías y nada más que mías? Me levanté, cogí mi plato y el suyo, los llevé a la cocina, y los metí en el lavavajillas. Enseguida sonó el timbre de la puerta y era su novio, un buen tipo por otra parte, o sea, un gilipollas, que venía a ver la tele en familia. Me despedí y me largué al dormitorio, donde estuve buscando en Internet nuevas técnicas de congelación de alimentos.
Una tarde, me descubrí haciendo cálculos de los días que faltaban para que el hombre invisible regresara a casa

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