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me cago en mis viejos II

DIECISIETE

Mi hermana soltó unas lagrimitas de compromiso cuando supo lo del perro, pero era la primera que estaba hasta el coño del animal, que se había cargado a mordiscos las patas de una mesa que valía una pasta. Como el hombre invisible apenas se inmutó, me dio por pensar que quizá el responsable de que Dedo se tragara aquel muñequito asesino había sido él. Tal vez había matado al perro como yo a los peces, de tal palo tal astilla. Pero Dedo era un mamífero, coño, tenía cuatro patas, ladraba, jugaba, pedía las cosas, se comunicaba con nosotros Total, que el único que sintió un poco (tampoco mucho, la verdad) la muerte del animal fui yo. Al faltar, me pispé de la compañía que me había hecho durante las horas que pasaba solo en casa. Hubo llamadas de mis viejos dándonos el pésame y aquella noche cenamos en silencio, con el runrún de la tele en plan hilo musical. Por cierto, que al dar la noticia en casa, y para proteger al hombre invisible (o para convertirme en su cómplice, vete a saber) dije que lo que el animal se había tragado (seguramente en la calle) era un corcho.

Tuve un ataque de clarividencia y comprendí que había estado loco sin darme cuenta de que estaba loco
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Me cago en mis viejos II, por Carlos Cay

Eso es lo que dije, pero a mí no se me iba de la cabeza la idea de que quizá el crío había tenido los cojones de hacer lo que yo me había limitado a imaginar. Recordé entonces el día en el que había preparado las cápsulas con detergente, quedándome, como quien dice, en la frontera misma del crimen, a sus puertas. Y entonces tuve un ataque de clarividencia y comprendí que había estado loco sin darme cuenta de que estaba loco. Hoy, me dije, no lo habría hecho. ¿Pero qué coños había ocurrido para que entonces no me diera cuenta y hoy sí? ¿Ver muerto a Dedo, asistir a su agonía, llevarlo en brazos al veterinario?

Aquella noche me quedé solo en el salón, con la tele encendida, sin verla. Cuando me fui a la cama, a las tantas, el hombre invisible estaba despierto. ¿Estás despierto?, dije. Sí, dijo él entre hipidos. Lloraba, vete tú a saber si de culpa o de pena, o de las dos cosas. Me senté a su lado y le acaricié la cabeza, como en otro momento había acariciado la de Dedo, hasta que se quedó dormido. No le pregunté nada, prefería no saber.

EDUARDO ESTRADA

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