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me cago en mis viejos II

DIECISÉIS

Aquella mañana, cuando me quedé solo, Dedo empeoró. Se me muere, se me muere, gimoteaba yo yendo de un extremo a otro del pasillo, como un loco. Había probado a darle foie gras, que le molaba mazo, lo había acariciado, le había dado besos, le había pedido que no palmara, por favor, pero el animal me miraba como si se encontrara ya en otra dimensión. Y aunque tenía sus ojos pegados a los míos, su mirada estaba cada vez más lejos. Pensé en telefonear a mi hermana al curro, pero ella qué iba a hacer si desde que se había enamorado estaba en otra, si no se pispaba de nada de lo que ocurría en su propia casa. Pensé también en llamar a mi viejo, pero como que no me apeteció pedirle ayuda. Telefoneé entonces al veterinario que lo había vacunado y que estaba a dos calles de la nuestra, le conté los síntomas y me dijo que lo llevara a la consulta cagando leches. Tomé a Dedo en brazos y corrí como un loco. El veterinario colocó al animal sobre una mesa de acero con un agujero en el centro y le palpó el vientre centímetro a centímetro poniendo cada vez peor cara.

En el estómago encontró uno de esos muñecos pequeños que se hinchan cuando los metes en el agua y con los que al hombre invisible le gustaba jugar en la bañera
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Me cago en mis viejos II, por Carlos Cay

Luego se lo llevó a una habitación oscura que había al lado de donde atendía, para hacerle una radiografía. Dijo que tenía una oclusión estomacal. Se había tragado algo que le estaba jodiendo. Me preguntó desde cuando no hacía de vientre y le dije que no tenía ni idea, aunque sabía que llevaba varios días sin cagar. No se me había ocurrido darle importancia, pensé que era una cortesía del perro, ya ves tú, para que yo no tuviera que recoger sus mierdas. Si lo hubieras traído antes, dijo el veterinario, pero en el estado en el que está... Total, que lo operó a vida o muerte y se murió. En el estómago encontró uno de esos muñecos pequeños que se hinchan cuando los metes en el agua y con los que al hombre invisible le gustaba jugar en la bañera. Traían unas instrucciones en las que se advertía del peligro de tragárselos. El veterinario dijo que no me preocupara por el cadáver, que él se hacía cargo. Volví a casa como si me hubiera dejado la cabeza en alguna parte, entré en la cocina, saqué tres o cuatro cosas de la nevera y me puse a cocinar descabezado.

EDUARDO ESTRADA

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