China: tracción y contrastes
La severidad de la crisis que el conjunto de la economía mundial sufre y la rapidez e intensidad de su contagio han puesto en entredicho las presunciones que confiaban en una diferenciación entre el deprimido crecimiento de las economías avanzadas y el que se suponía asociado a las emergentes más dinámicas, sobre todo a China. De poco sirvió en apariencia el excelente comportamiento y la estabilidad de esas economías: la infección estadounidense acabó limitando seriamente sus posibilidades de crecimiento. El daño a día de hoy es, sin embargo, mucho menor que el sufrido por las economías convencionalmente más desarrolladas.
Los últimos indicadores afianzan la posición de China como una de las principales locomotoras de la economía global. En el segundo trimestre el PIB ha crecido un 7,9% sobre el del año pasado, y quizá lo más relevante es que la determinación de ese crecimiento cabe atribuirla casi en exclusiva al impulso de la demanda interna. Ello significa que el resto del mundo, al menos sus principales proveedores y las empresas que abastecen el mercado doméstico, se están beneficiando de los cuantiosos programas de inversión publica en aquel país y del aumento de la oferta de crédito a las empresas decidida por las autoridades apenas iniciada la crisis financiera global. El muy significativo crecimiento de las importaciones de materias primas en los últimos meses da cuenta de ello. Significa también que esa economía está contribuyendo también a reducir los enormes desequilibrios globales: el superávit de la balanza de pagos por cuenta corriente, que superó el 10% del PIB al término de 2008, y el correspondiente déficit de EE UU.
Verificar esa contribución china cada día más explícita al agregado global no equivale, sin embargo, a su completa homologación con las economías más avanzadas. La organización política y la forma de orientar la adopción de decisiones es una diferencia que sigue siendo importante, y en ella, el papel aún esencial del Partido Comunista en decisiones de asignación de recursos, organización de los mercados o inversión directa en el exterior. Los contrastes también siguen siendo explícitos en la distribución y en el reconocimiento de derechos de los trabajadores.
Una última fuente de diferencias la aporta la participación menguante del consumo privado al PIB. En 2008, el consumo privado no representó más del 35% del PIB (49% en 1990). No tanto porque no creciera, sino porque lo hicieron más otros componentes del PIB: la intensificación de todas las modalidades de inversión está creando una capacidad de producción de las mayores del mundo. La contención en la importancia relativa del consumo tiene mucho que ver con el aumento de la propensión al ahorro de las familias. Con la creciente inquietud por el futuro en un país que está lejos de garantizar prestaciones equivalentes a las del Estado de bienestar. En realidad, en la última década de crecimiento sin precedentes en China, la distribución de la renta ha favorecido el beneficio empresarial frente a las rentas del trabajo, una más de esas paradojas que actualmente singularizan a esa economía.
Para que esa singularidad no acabe siendo demasiado inquietante es conveniente la asimilación consecuente con el tamaño y potencial desestabilizador de China en las instancias multilaterales, su responsabilización, en definitiva, con el destino del conjunto de la economía global.
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