Esmeraldas en plena calle
En plena calle, a pocas cuadras de la Casa de Gobierno, la catedral, el Congreso y el Palacio de Justicia, se negocian todos los días millones en esmeraldas. Un comercio que forma parte ya del paisaje urbano de Bogotá. Un desprevenido podría pensar que se trata de una extraña concentración que invade los andenes en el cruce de dos calles importantes, la Jiménez y la Séptima, y que tomó ya la plazoleta de la universidad más antigua de esta ciudad de ocho millones de habitantes. Compradores y vendedores plantados ahí, de ocho de la mañana a cinco de la tarde, de lunes a sábado, apenas dejan espacio a los peatones. Difícil calcular cuánto dinero se mueve diariamente; unos se aventuran con una cifra: 100 millones de pesos (unos 33.000 euros).
Compradores y vendedores apenas dejan espacio a los peatones
Las piedras colombianas tienen el verde más bello y cristalino
Hermidia, una mujer entrada en años, pero vestida y maquillada como si no pasara de los 30, saca del corpiño una hoja de papel doblada en forma de sobre. La desdobla con cuidado y aparecen tres esmeraldas talladas en forma de lágrima. "Las dejo todas en 900.000 pesos [unos 300 euros]". Como no ve interés en el comprador, trata de convencerlo con algo más barato: un montón de pepitas verdes diminutas. Chispitas, así las llaman. "Hoy no he hecho nada", lamenta. Pero el negocio es así, impredecible, como el valor de las esmeraldas.
Los hombres cargan la valiosa mercancía en bolsos pequeños que esconden bajo la chaqueta; las mujeres prefieren esconderlas en el pecho: "es más seguro". "Las esmeraldas de Colombia son las más hermosas del mundo", predican. Y tienen razón: en opinión de los expertos, tienen el verde más bello, lumínico y cristalino en el mayor tamaño.
La mayoría de estos vendedores callejeros no se limitan a un solo oficio: Nubia sabe guaquear
[buscar objetos arqueológicos precolombinos], compra, talla, comercia en la calle y vende piedras de algún amigo a cambio de una comisión. Es de las que van a La Playa, un mercado al aire libre al pie de la mina de Muzo, la más famosa, 180 kilómetros al norte de esta capital. Allí aplica las reglas del buen comprador de esmeraldas: tener dinero en el bolsillo y saber mirar la gema por el color y el cristal. Y esto sólo puede hacerse sosteniéndola, en lo alto, entre dos dedos, para mirarla a la luz del sol. Una piedra comprada allá en 100.000 pesos se puede revender en millones en Bogotá.Un carné identifica a estos vendedores de calle como legales. Reconocen que puede haber falsedad, avivatos que tratan de engañar a turistas ingenuos, que son los mayores clientes de este mercado callejero.
"Es un negocio lindo, se gana bien, es honrado", dice Marco, Guapito, como lo apodan en este curioso mundo en el que se mueve desde hace más de 37 años. "Para vender es buena la elegancia", dice este hombre de 59 años vestido ese día con traje gris, corbata amarilla y camisa rosada. Es uno de los muchos que tienen oficina en uno de los edificios dedicados a la misma compraventa. Allí los japoneses jalan el negocio: compran lotes de 100, 300 esmeraldas. Pero los verdaderos grandes negocios de esta piedra preciosa se mueven a otro nivel: las esmeraldas salen de la mina en helicóptero, en tulas selladas y con candados, y en algún punto del país los patrones -dueños de las empresas que tienen las concesiones para explotar tamaña riqueza- las subastan, entre ellos, en medio de buenos tragos.
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