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me cago en mis viejos II

CATORCE

Entonces sucedió una catástrofe, y es que Dedo la palmó, estiró la pata, se murió, caput. Aunque lo cuento de golpe, ocurrió a cachos. Ojalá le hubiera atropellado un coche (más de una vez estuve a punto de dejar que se metiera debajo de las ruedas del autobús). Pero el animal, que había venido al mundo para joderme, se murió a pedazos, veréis cómo. Un día, después de comer, me había quedado yo frito sobre el sofá, cuando me despertó un olor repugnante, como de bomba fétida, de pedo de momia, de eructo de cadáver. Abrí los ojos y lo primero que vi fue el morro del animal, a medio palmo de mi boca. Joder, cómo te canta el aliento, dije, y me puse de pie para respirar el aire de las alturas. Era la hora de recoger al hombre invisible del colegio, de modo que me puse la cazadora, cogí las llaves y me dirigí a la puerta. Para mi sorpresa, Dedo no me siguió dando saltos y poniéndome zancadillas, así que volví sobre mis pasos, para ver dónde coño estaba, y lo descubrí en el salón, en el sitio donde lo había dejado. Me miraba como si estuviera muy chungo y gemía, pero no como cuando le daba una patada para que se quitara de en medio, sino como cuando has agotado las lágrimas. No sabía yo que los perros os poníais tristes, le dije un poco mosqueado, y me abrí.

Mierda de perro, pensé mientras recogía la cocina. Me fui a la cama jodido, como si presintiera algo malo
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Me cago en mis viejos II, por Carlos Cay

A la vuelta, Dedo había potado sobre la alfombra. El hombre invisible me miró como preguntando qué ocurría y yo levanté los hombros como diciendo paciencia hay que tener. Recogí el vómito, que olía a rayos, limpié la alfombra lo mejor que pude y abronqué a Dedo. Para potar, le grité, te vas al cuarto de baño, gilipollas. Así quedó la cosa. El hombre invisible hizo los deberes, luego llegó mi hermana, vimos un rato la tele en familia, pusimos la mesa, saqué la cena..., lo de todos los días en resumidas cuentas. Ni el hombre invisible ni yo comentamos lo del vómito. A todo esto, yo observaba a Dedo de reojo y lo notaba raro, raro, raro de cojones. Por la noche, cuando lo saqué a la calle, tuve que arrastrarlo para que caminara y no hizo nada. Luego se acercó a la comida, pero ni la probó. Mierda de perro, pensé mientras recogía la cocina. Me fui a la cama jodido, como si presintiera algo malo.

EDUARDO ESTRADA

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