Doce
De un día para otro, Dedo dejó de cagarse en el pasillo y empezó a cagarse en la calle. Curiosamente, dejó de hacérselo en casa cuando estaba a punto de administrarle la primera cápsula con detergente envuelta en un poco de carne picada: una albóndiga de veneno, como el que dice. Las muertes por envenenamiento, según había visto en Internet, eran lentas, pero seguras, y sus síntomas despistaban cantidad. Muchas criadas habían acabado así con sus señoras en otras épocas. Hoy, la autopsia descubriría el rastro del veneno. Ahora bien, ¿a quién se le ocurriría hacerle la autopsia a un perro? Fue un alivio suspender (o quizá retrasar) el crimen, porque ya he dicho que no se trataba de una idea mía, sino de una idea que había okupado ilegalmente mi cabeza. Vale que a mí me daban asco sus mierdas (todas las mierdas, incluso las mías, me dan asco), pero eso no habría sido motivo suficiente para acabar con él. He pensado mucho en esto, y en la muerte de los peces, llegando a la conclu de que ni quise matar a los peces ni me volvía loco la idea de asesinar a Dedo. Me quería matar a mí. La idea de matarme sí que era propia. Desde crío, había enmascarado la idea del suicidio con la idea del crimen... Pero dejemos esto por ahora porque me raya cantidad.
El caso es que Dedo, por casualidad o porque se olió la tostada, comenzó a hacer sus cosas en la calle, lo que le salvó momentáneamente de morir envenenado. Digo momentáneamente porque era una carga insoportable. Había que sacarlo a pasear tres veces al día. Como el hombre invisible, que estaba raro de cojones, me pidió que no fuera con el perro al colegio, pues prefería que sus compañeros no lo vieran, a esas tres salidas tenía que sumar la de llevar al crío al cole y la de recogerlo. Y hablando de recoger críos, lo peor de sacar al animal era recoger sus mierdas con esas bolsitas de plástico a través de cuyas paredes se siente el calor del excremento recién hecho, también su textura. Para protegerme de aquella peste, contenía la respiración al agacharme. De todos modos, cuando el perro cagaba yo miraba a mi alrededor y si no veía moros en la costa dejaba la mierda en la puta calle.
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