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me cago en mis viejos II

DIEZ

Sería capaz de liquidar a Dedo como en otro tiempo había liquidado a los peces que me regaló mi vieja? Cuidado, tío, que estamos hablando de un mamífero, me dije, de una bestia que ha salido, como tú, del vientre de su madre, que se ha agarrado a sus pezones, que ha mamado su leche, un animal que sangra, que llora, que se alegra... Pero estamos hablando también de un bicho, añadí, que se caga donde le sale de, y que te sigue a todas partes y al que has de cuidar tú, tú, tú, que no sabes ni cuidar de ti mismo. Entonces sonó el teléfono, lo cogí y era mi vieja. Me llamaba desde el curro. Que qué tal, dijo. Bien, dije yo. Qué tal tu sobrino, continuó. Bien también, continué yo. Qué tal tu hermana. Estupendamente. Luego hubo un silencio mortal, siempre los había porque no teníamos nada que decirnos. Y qué tal Dedo, dijo al fin. Aquí, comiéndose una zapatilla, respondí yo...

Luego hubo un silencio mortal; siempre los había porque no teníamos nada que decirnos
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Me cago en mis viejos II, por Carlos Cay

Mi vieja se sentía culpable no tanto de haberme echado de su casa, porque no me había echado, la verdad, pero sí de haberme dejado ir. Yo, aunque alimentaba esa culpa, la comprendía. Bastante tenía la pobre con atender a mi viejo, que cayó tras la prejubilación en un estado de estupor al lado del cual el mío era una gilipollez. Pero con el transcurrir de los días y de las semanas ocurrió algo de lo que estuve a punto de no coscarme, entre otras cosas porque trataron de ocultarlo. Y lo que ocurrió fue que mi ausencia les había sentado de puta madre. Al poco de que yo desapareciera de su casa, ellos comenzaron a rehacer sus vidas. Es cierto que trataban de disimularlo, pero el buen rollo canta mucho. Y tenían un buen rollo que te cagas. Eran felices. Mi viejo, que se había puesto a escribir unas memorias, recogía todos los días a mi vieja del curro y se tomaban una birra con aceitunas por ahí antes de volver a casa. Y los viernes iban al cine o al teatro, y a cenar con los colegas. Y si los telefoneabas, siempre escuchabas de fondo alguna canción. Hostias, tú, eran dichosos desde que yo había desaparecido. ¿Te acuerdas de los peces que me regalaste de pequeño?, pregunté entonces. Claro, dijo mi vieja. ¿De qué murieron?, pregunté. No sé, dijo ella tras un silencio alarmante.

EDUARDO ESTRADA

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