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La noria gira más despacio

Los ingresos de los feriantes en la región descienden a la mitad por la crisis

Cinco niños corren descalzos por la pista de los coches de choque. Mientras, un operario duerme la siesta dentro de uno de los bólidos. En unos minutos se espabilará, encenderá los interruptores y la música tronará en la feria de Soto del Real.

Desde la noria la crisis no se ve menos oscura. De ser así, subiría más gente. Entre un 25% y un 50% ha disminuido la recaudación en las verbenas de este año en la región, según calculan los feriantes. En vez de dos vueltas de carrusel, cada niño regresa a casa con una. Los visitantes traen patatas y agua de casa. "Yo vendo la mitad de algodones dulces que el año pasado", hace su particular cálculo Ginés. Ronda los 50 años y comienza a pensar que su futuro puede no ser rosa. En el gremio son muchos los que se plantean un cambio. "Yo tengo 40 años y no creo que los 50 me pillen en el tren de la bruja", explica Antonio Algaba mientras carga raíles.

La tarifa municipal por una atracción oscila entre 2.000 y 8.000 euros
Lo peor del oficio es cuando toca desmontar e irse a otro pueblo
Pocos recintos ofrecen electricidad. Cada cual se apaña con sus generadores
"Los críos se siguen ilusionando", dice una propietaria de los coches
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Antonio está a ocho kilómetros de Soto del Real, en otra feria: la de Manzanares. Su madre le acompaña. "Tiene 68 años y en casa se aburre", comenta. La mujer está acostumbrada a vivir en la carretera. Su marido, antiguo propietario de un tren, una olla y un saltamontes, es el que ya no quiere saber nada de paseos; las hijas se han casado y también viven apartadas del negocio. Es una familia que representa la tradición del feriante, una raza a cuyos miembros se les iba enterrando en la ciudad donde morían. Así ocurrió con el abuelo de Antonio, que descansa en el cementerio de Sevilla, donde estaba trabajando en la calle del Infierno, en la que maúllan los cacharritos de la Feria de Abril.

La mujer de Antonio está con su familia en Soto del Real.En los enamoramientos entre feriantes no caben engaño ni falsas ilusiones: chicos y chicas crecen juntos paseando sobre boletos de tómbola usados, despeinados, sudando mientras ayudan a sus padres a montar las atracciones o a cocinar. La familia política de Antonio lleva un scalextric. Su esposa está embarazada de cinco meses, y él no quiere que el niño sea feriante. "Yo estudié electrónica, y acabé en esto porque era lo que mamé, pero las cosas han cambiado", explica. Reformula un lamento común en el gremio: el oficio cada vez es menos rentable y las relaciones menos satisfactorias.

El intrusismo es frecuente: una barraca de feria requiere pocos permisos y la solidaridad y el compromiso de los recién llegados no siempre satisface a los feriantes con abolengo.

Los empresarios insisten también en que están aburridos de prejuicios. A ellos es a quien menos les gusta el pequeño universo de carteristas y camorristas que se mueve en torno a las verbenas. "Tampoco somos vagos", afirma rotundo un hombre lleno de tatuajes parapetado del sol bajo una caravana.

La lentitud de movimientos es característica en el campamento. Algunos limpian las atracciones a manguerazos perezosos, las mujeres recogen la mesa a cámara lenta. La noche anterior no se acostaron hasta que el último visitante dejó la feria, a las tres de la madrugada. Los peores días son cuando toca desmontar, trasladarse a otro pueblo y volver a montar. Empiezan a las siete de la mañana: preparar la pista de coches de choque requiere ocho horas.

"Es una trabajera", explica Sonia sentada en la tertulia de las mujeres en Soto del Real. Su familia lleva los coches; el resto de mujeres se presenta: "Yo soy la del gusano", "yo la del trenecito". Unas juegan con los hijos de las otras. Sonia tiene seis. "Son los que mejor se lo pasan", sonríe. Y añade a renglón seguido: "Se tiran el verano de atracción en atracción".

La temporada dura de mayo a octubre. Los hombres viajan solos los primeros y los últimos meses, que coinciden con los de peor recaudación. Con las vacaciones escolares arrancan las mejores fiestas en los pueblos, y mujeres y niños se unen a la caravana. Las caravanas se alinean en avenidas de pequeños chalés con triciclos y piscinas hinchables en el porche. Pocos recintos ofrecen electricidad o agua corriente; cada cual se apaña con sus generadores y depósitos.

Dentro de dos meses los hombres rebañarán las fiestas más tardías, agotados por el calor, el esfuerzo y la falta de sueño, pero resueltos a juntar las últimas ganancias antes del invierno. Ahí medirán cuánto ha dado de sí la temporada. Si ha ido mal, la cuesta de enero se convierte en una meseta esteparia. Algunos buscan asilo en zonas con sol, como José María Bonilla, dueño del tren de la bruja en Soto del Real, que se embarca con sus cacharros hacia Canarias. Son más los que montan churrerías, por ejemplo Antonio, que tiene una en Torrejón de Ardoz.

Antes era frecuente que echaran el ancla en invierno en algún parquecito o a las puertas de una iglesia con un tiovivo de fines de semana. Los impuestos municipales han obligado a buscar otro plan. Ya han perdido la esperanza de que los consistorios les cedan suelo barato en temporada baja, pero no asimilan que en las fiestas patronales mantengan el precio de la instalación tan alto ahora como hace dos años, momento en el que los ingresos empezaron a caer en picado. Por una atracción, la tarifa municipal oscila entre 2.000 y 8.000 euros, según días y tamaño. Al gasto de la licencia hay que sumarle el generador de electricidad, la gasolina para desplazarse y el sueldo de los ayudantes.

"Al menos los críos se siguen ilusionando", destaca Sonia. En una riñonera lleva decenas de fichas que reparte cuando alguien le dice que tiene hijos. "Te doy alguna, pero el resto se las compras tú", sonríe y se echa tras los hombros la melena rubia. Parecen técnicas de mercadotecnia, pero en la profesión la generosidad se tiene en gran estima. Es una voz extendida entre los feriantes que las verbenas que mejor funcionan son las de pueblos modestos porque "los obreros son más desprendidos", relata José María.

La improvisada familia de Soto del Real permanece unida hasta el jueves, luego se reparte por ferias de todo Madrid. Volverán a encontrarse en grandes citas, como la feria de Alcalá de Henares. "Allí pago unos 4.000 euros por el solar durante 10 días", explica José María. Las plazas se reparten respetando quién trabajó en cada lugar el año anterior, e intentando que no se repitan atracciones.

Los feriantes son pequeños empresarios en problemas, pero hay una casta por debajo de ellos. Es el ejército de obreros, cuidadores y ayudantes que les acompaña. Algunos forman parte de la troupe fija, mayormente extranjeros: los dos rumanos que se encargan del bingo, el marroquí que ayuda a José María con el trenecito. Después están los braceros de cada pueblo, que se ofrecen cuando llegan las caravanas para los trabajos más pesados.

Richard, Néstor y David son de los fijos. Los tres son bolivianos y trabajan en uno de los puestos de comida de Soto del Real. Cobran entre 40 y 60 euros por noche, según antigüedad. Con el salario ya han pagado las deudas que arrastraban al llegar a España. Cuando el transporte público se lo permite, después de recoger regresan a sus casas en barrios obreros de Madrid. En Soto del Real, donde no hay conexiones hasta la mañana, duermen en colchones en su bar ambulante. Hasta que toque montar, pasan la mañana bromeando en sillas de jardín con una cerveza en la mano.

No tratan mucho con los feriantes tradicionales. Todavía lo hacen menos los puestos ambulantes que rodean a las atracciones. Los regentan suramericanos que venden ropa, o un grupo de senegaleses que juegan a las cartas de día y venden tambores de madera a la noche. Acompañan a la feria, pero no son parte de ella. El acceso a la familia no se gana fácilmente.

Un operario de los coches de choque descansa a la hora de la siesta durante las fiestas de Soto del Real.
Un operario de los coches de choque descansa a la hora de la siesta durante las fiestas de Soto del Real.SANTI BURGOS

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