Una tradición insostenible
La ofrenda que por delegación de un jefe del Estado (laico) se celebra todos los años en la catedral compostelana con motivo del 25 de Xullo es un anacronismo histórico, el residuo de un pensamiento político y religioso que sólo se explica desde la nostalgia del privilegio, cuando la Iglesia disputaba con éxito al Estado el derecho a decidir el bien público. Un pensamiento que añora los tiempos en los que la unidad política exigía compartir una misma fe.
El discurso que el pasado sábado pronunció el arzobispo de Santiago, monseñor Barrios, es un ejemplo paradigmático de esa concepción transnochada y una expresión recalcitrante de un talante impertérrito ante el signo de los tiempos. Lo que subyace a estos planteamientos es la resistencia de la Iglesia, con la increíble complicidad de los poderes públicos democráticos, a reconocer el Estado no confesional y a aceptar el pluralismo político, ideológico y religioso de la sociedad española. Pretenden volver a los tiempos de la constitución natural, de la Iglesia influyente en lo temporal con la pretensión insostenible de ejercer un protagonismo social preponderante. Por eso la Iglesia no acepta una ética laica válida para todos los ciudadanos, más allá de sus creencias e ideologías, que sirva de base a las normas jurídicas que regulan nuestra convivencia.
Los poderes democráticos no deben mantener tradiciones obsoletas como la ofrenda al Apóstol
Pero las sociedades europeas se basan precisamente en la ética civil, que no es una verdad revelada sino la consecuencia de su evolución social y cultural. En efecto, la expropiación de los monasterios católicos en la Inglaterra del XVI; la expulsión de los jesuítas decretada por Luis XIV en Francia en el siglo XVII y por Carlos III en España en el XVIII; la expropiación y redistribución de los bienes de la Iglesia realizada por los revolucionarios franceses en el XVIII; la desamortización y venta de los bienes de la Iglesia Católica impulsada por Mendizábal en la España del siglo XIX, o la prohibición del establecimiento de la Compañía de Jesús en la Confederación Helvética mediante precepto constitucional en 1848, son sólo algunos hitos en un largo proceso histórico que ha ido desbrozando las sociedades europeas desde hace cinco siglos y construyendo progresivamente un modelo social en el que el individuo es el referente central y su libertad es inalienable, en el que la razón sirve de fundamento a las instituciones, en el que el conflicto social es la base de la representación democrática de la voluntad general, en el que, por fin, la soberanía reside en el pueblo.
El conflicto surge, como sucede ahora, cuando la Iglesia se muestra incapaz de adaptarse a esa evolución y pretende frenar el proceso civilizador, cuyo producto histórico genuino son las modernas democracias, asentadas en principios como la secularización, el carácter laico del poder o la disociación entre creencias y pensamiento racional. En coherencia con todo ello, los poderes públicos democráticos no deben contribuir a mantener tradiciones obsoletas que, como la ofrenda al Apóstol, sólo sirve para alentar y legitimar argumentos propios de otros tiempos. Tampoco deben confundir el respeto al hecho religioso y a la conciencia de los creyentes con el mantenimiento de privilegios eclesiásticos injustificables.
Es imprescindible abrir un debate, sereno pero riguroso, sobre lo que representan actos como el que todos los años tiene lugar en la catedral compostelana, porque en el fondo esa reflexión se extiende a temas que, como el laicismo, afectan decisivamente al mandato constitucional y que han influido de forma determinante en la historia de nuestro país.
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