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Columna
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El chocolate del loro

Hay que ver lo que son las cosas. Hasta hace bien poco, cuando en este país aludías al más que evidente despilfarro en el sector público (sin contabilizar el capítulo dedicado a corrupciones varias) siempre recibías el mismo tipo de respuesta: "¡Pero si eso no es más que el chocolate del loro!" Eso, si el interlocutor era lego en la materia. Porque si, además, estaba doctorado en Economía no resultaba infrecuente que avalara su argumentación con todo tipo de porcentajes respecto del PIB, lo que todavía era aún más surrealista.

O sea, que los innumerables asesores de políticos en ayuntamientos, gobiernos y diputaciones, pagados con nuestros impuestos, el insultante sobredimensionamiento de la televisión autonómica, los desorbitados gastos de mantenimiento de nuestras principales enseñas urbanas, como la Ciudad de las Ciencias y las Artes, los sobrecostes imprevistos de algunos afamados arquitectos, los cuantiosos fondos dedicados a la propaganda institucional, las generosas subvenciones a los grandes eventos que nos sitúan en el mapa (en medio de la nada), las decenas de fundaciones con fines de más que dudosa justificación, alimentadas por el presupuesto público, las fiestas y saraos anuales de nuestros promotores turísticos en Fitur, y hasta las mismas diputaciones provinciales, cuya mera existencia resulta un arcano de comprensión imposible para el ciudadano de a pie, no eran más que el chocolate del loro presupuestario. Cómo se lo digo. ¿A que usted nunca lo hubiera sospechado siquiera?

Claro que del mismo modo que a todo cerdo le llega su San Martín, como suele decirse, esta crisis que atravesamos (de paternidad aún desconocida) podría convertir al chocolate del loro y a los cuidadores de éste en las grandes estrellas del momento. Porque es precisamente en épocas de vacas flacas cuando la gente, cabreada como está por tantas penurias cotidianas, suele fijar su atención en esos pequeños gastos que en tiempos de bonanza ni siquiera se hacen perceptibles. Con el riesgo inminente, además, de que a alguien se le ocurra sumarlos, todos juntos, y concluya, para su sorpresa, que lo que hasta hora se nos vendía como el chocolate del loro, se asemeja más bien a un contundente e inabarcable excremento de rinoceronte africano.

Y no crean que el efecto chocolate del loro es un asunto que solo afecta al sector público. ¿Por qué piensan, si no, que algunas instituciones financieras españolas han intentado evitar por todos los medios que el Estado entre en su capital y acabe formando parte, por tanto, del consejo de administración? Pues efectivamente, porque entonces sus directivos no podrían cobrar los multimillonarios emolumentos que ellos mismos se han adjudicado (en ocasiones hasta mil veces el salario medio del personal a su cargo) bajo el incontestable argumento de que se trata del chocolate del loro comparado con el total de su volumen de negocio.

Obama, por ejemplo, que no es un pardillo en estos temas, ya especificó hace unos meses que la cuantía del chocolate del loro de los directivos de las entidades intervenidas debería alcanzar un máximo de 500.000 euros al año (que tampoco es moco de pavo, si se me permite la reiteración aviar), acompañando su propuesta, eso sí, del siempre eficaz argumento de "o lo tomas o lo dejas". ¿Comprenden ahora por qué nuestras instituciones bancarias son de repente tan sólidas en medio de la debacle financiera mundial?

En fin, que, tal como están las cosas, yo aconsejaría a las diversas instituciones públicas, y a algunas privadas, que vayan contabilizando todo el chocolate que tengan disponible y comiencen a prepararse para el reparto. Preveo tiempos difíciles para estos simpáticos animalitos habladores.

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