Lo que queda del alma
Lo primero que le sorprende a Cristino de Vera es que esté vivo aún. Hace cuarenta años llamaba a sus amigos por la noche para advertirles de que ya le quedaba poco tiempo. La desolación estaba instalada como una metáfora en su cara de ave solitaria. De esa desolación lo salvó Aurora Ciriza, su compañera. Hubo un tiempo en que Cristino se quiso hacer aire, y tomaba manzanas a mediodía, su único alimento. Ante el lienzo su impaciencia se rompía, y adoptaba la actitud rabiosa pero tranquila de los viejos monjes: esperaba que el alma fuera un dibujo, y lo era en sus manos. Tan extraño fue el vapor de su inspiración que un día un crítico de arte le dijo: "Dedíquese a otra cosa", porque Cristino iba contracorriente.
Ahora que en su tierra (la tierra seca, el viento que él conoció con su padre, en la niñez de El Médano, un sitio mítico en su vida y en sus cuadros) le rinden este homenaje puede tomarse el pulso y pensar que el tiempo que le quede ya se lo ganó haciendo un arte insólito en un país que ha llegado a pagar tan solo porque los cuadros fueran grandes o como siempre. Él ha pintado la insólita luz de lo que desaparece, y haciendo eso dibujó lo que queda del alma.
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