EL CENTRO DE LA TIERRA
Se dice que Tel Aviv tiene dos ventajas, está cerca del mar y lejos de Jerusalén. "Éstos donde están es en Babia", apostilla un cooperante español tomando una cerveza Goldstar en uno de los chiringuitos de la playa. El sol se pone sobre el Mediterráneo mientras la banda sonora es una mezcla de ese chill-out ibicenco que manda en las ciudades vacacionales israelíes, el inclemente toc-toc de las decenas de parejas que juegan a las palas en la orilla y el ruido de los aviones que pasan a pocas decenas de metros sobre sus cabezas por el corredor aéreo que conduce al aeropuerto internacional Ben Gurión.
En teoría, en esa Little Benidorm de oriente se mantiene aún el espíritu original, laico e izquierdista, del primer sionismo. Aseguran que nada tienen que ver sus habitantes con los colonos del interior. Pero en este país no hay zonas libres de conflicto. Los ciclistas y patinadores de cuerpos perfectos que hacen ejercicio por el paseo marítimo que conduce a Jaffa, la vieja ciudad árabe, pasan delante del monumento a los 18 israelíes que murieron en 2001 cuando un suicida hizo estallar una bomba en medio de un grupo de adolescentes que esperaban para entrar en la discoteca Pachá.
Esto es Palestina, el centro del mundo. Y en el centro del centro, Jerusalén
Bajo la aparente normalidad hay siempre un volcán activo. Da igual dónde. Ya sea en la Jerusalén de 3.000 años o en la Tel Aviv que acaba de cumplir 100. Ya vayas al norte, hacia Acre, la monumental fortaleza de los cruzados, y el religioso Mar de Galilea, donde todo cierra en sabbath. Ya viajes al sur, al Mar Muerto, cazuela de agua caliente por debajo del nivel del mar que hace comprensible la expresión "echar sal a las heridas", o a la imponente Masada, la fortaleza en la que en el año 70 los últimos resistentes judíos se dieron muerte. En todas partes aparece una sociedad militarizada. Jóvenes de ambos sexos, apenas cumplida la mayoría de edad con sus uniformes de campaña tan poco marciales que parecerían boy scouts si no fuera por las imponentes armas de las que no se separan.
Ellos, que bromean y ceden los asientos a las ancianitas en los autobuses, son los mismos que manejan con firmeza los controles del ejército en Cisjordania. Para entrar, pero sobre todo para salir, como en las cárceles. Entre Jerusalén y Ramallah, apenas hay unos minutos en coche, pero después del check-point existe otro mundo. La capital de los territorios autónomos palestinos, es una pequeña ciudad árabe de alrededor de 150.000 habitantes. La gente aquí, como en Israel, es amable con el visitante. Si no fuera por el muro sería una ciudad normal. Pero el muro lo mancha todo mientras serpentea por Cisjordania de forma caprichosa. Nadie sabe por dónde aparecerá su nueva cabeza. Pero se conoce su misión, separar Palestina de los asentamientos judíos, protegidos por destacamentos del ejército aislados como Fort Apache. A veces parece el Ulster. Pero el paisaje, la perpetua aridez que los judíos se enorgullecen de haber transformado en vergel, no engaña. Esto es Palestina, el centro del mundo. Y en el centro del centro está Jerusalén, la sagrada, la eterna, la mil veces dividida.
Aconsejan allí huir al Sur, donde se extiende el desierto del Negev, para descongestionar. Y allí está el paso a Jordania. El reino hachemita presume de ser un oasis de paz rodeado por vecinos mucho menos amistosos y hace del talante una de sus atracciones. Y no le faltan. Acaba, la ciudad fronteriza en cuyas playas las familias hacen barbacoas los días festivos a orillas del Mar Rojo mientras los buceadores se sumergen en ese enorme acuario de corales, para nadar entre miles de peces de colores a pocos metros de tierra. Un poco más al norte, Petra, majestuosa ciudad excavada en la roca rojiza por los macabeos y olvidada durante siglos. Y entre ambas, apenas una hora en coche, Wadi Run, desierto de montañas en medio de dunas de arenas doradas y rojizas. El lugar donde Lawrence de Arabia descubrió su visión de Oriente Próximo. Pero ahora, las guías turísticas prefieren describirlo como las dunas donde David Lean rodó la película que le inmortalizó. La ficción siempre es más cómoda.
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